Dije de aquel día que la tensión colmaba el ambiente como una corriente eléctrica entre nosotros y que no podíamos dejar de mirarnos, pero son muchas más las cosas que atesoro del día más mágico de mi vida.
Recuerdo la vibración de sus cuerdas vocales reverberando por todo mi cuerpo mientras gruñía contra mi boca, los cristales del coche, empañados.
Recuerdo su mano acariciando mi pubis por encima de las tupidas medias y la ropa interior. Deseé más, deseé sus dedos serpenteando entre la humedad que la ropa a duras penas podía esconder y clavé mis uñas clavadas en su hombro izquierdo, el rojo brillando contra la tela negra de su camisa.
Olí mi perfume en su piel y en su ropa y me gustó esa pequeña marca de posesión, como ahora me gusta verle llevar una gomilla mía en la muñeca. Después de aquello yo también llevé su impronta.
Le despeiné ese tupé tan bien definido porque llevaba toda la noche queriendo hundir los dedos entre su cabello. En ese momento me enamoré aún más de esa sonrisa que le arruga las comisuras de los ojos, como si coronase los pómulos de felicidad; pero también me partió el corazón ver el temor en sus ojos cuando me bajé de su coche. Supe que se preguntaba qué iba a ser de nosotros a partir de ese momento, que a pesar de sus mejores instintos se preguntaba si había sido suficiente para cambiar el curso de la historia. Yo ya había tomado mi decisión, pero eso él no podía saberlo todavía.
Ojalá pudiera haberle dicho que era cuestión de tres días y que antes de que llegara la primavera estaríamos compartiendo colchón y no tendríamos que volver a separarnos nunca más, solo por verle sonreír sin preocupación una vez más antes de entrar en la casa de mis padres. Pero no pasa nada: era cuestión de tiempo.
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