Y después de volver a una infancia remota y semi olvidada de butacas, familia, bártulos y protector solar, después del aftersun, de la conocida incomodidad tras un paseo en bici, de un iglú de arena cubierto de conchas y del reconfortante olor a salitre por entre las sonrisas de nuestras familias, llegó la calma. En el bochornoso calor de una madrugada de julio, tras corrernos a trompicones contra el colchón, hacíamos el amor en forma de un abrazo lánguido, de piel que se busca, se acaricia y se besa allí donde alcanza la boca. Medio dormidos, satisfechos y borrachos de amor.
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