Si bien algunas veces he admirado, con escasa sutileza, la gracilidad de sus movimientos, aquella tarde fue más humano que nunca. Como un sátiro mortal, hollando la suave arena fresca con su caminar, despeinado por el viento y por mis manos inquietas pero, a pesar de todo, resplandeciendo con luz propia bajo el halo rojizo del atardecer como la criatura sobrenaturalmente hermosa que es.
No se trata de borrar ni de reemplazar momentos, iba diciendo, su voz arrastrada por el viento del ocaso, sino de construir nuevos recuerdos con sus propias emociones. Así, a pesar de que compartan rasgos con otros eventos anteriores, seguirán siendo únicos e independientes. Y yo le miraba embobada por el halo de misteriosa sapiencia que acompaña a las personas que hablan desde la experiencia; sin saberlo, o quizá intuyéndolo un poco, había dado nuevamente con la clave, y es que yo no solamente sufría ante la posibilidad de estar reescribiendo capítulos importantes de mi vida, sino por la noción de que él pudiera haber reutilizado sus planes con ella..., para mí. Me dolía ser un reemplazo cuando no entendía que no había nada que reemplazar, porque me habían hecho sentir como un parche vital.
Al decir aquellas palabras, él me liberó de la carga autoimpuesta de ser la eterna segundona, de estar celosa de la sombra de un recuerdo; de un amor que él describiría una vez como arrollador y que hace tres noches dirigió hacia mí. Y yo vi desfilar en un destello una miríada de flashes de su sonrisa, del primer beso, del paisaje de la sierra de Aracena coronando la habitación mientras hacíamos el amor, de la primera vez que entramos en casa, de su abrazo para dormir, de una mirada nerviosa que gritaba "por favor, acéptame, no me rechaces" cuando deslizó ante mí el conjunto de promesa, la ilusión de un niño un poco avergonzado en una tienda de Lego, sosteniendo un jefe y una calabaza en bañador. Imágenes que hablan de intimidad, de equipo, familia y amor.
Pensé vagamente en recuerdos felices de otra vida, de forma activa. Un chaparrón helado sobre el London Eye, un blues bailado silencisamente en el jardín de un hotel con vistas al océano, un pequeño donuts de peluche, una lluvia de estrellas y una última tarde con mandarinas y té verde, viendo Orgullo y Prejuicio después de hacer el amor. Intenté evocar alguna emoción, pero no me vino nada a la mente o al corazón; supe entonces que aquello era un antes. Un "antes de todo", donde ahora es Todo y es nuestro. Él es mi Todo. Mi vida. Mi amor
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