Se ha dormido. En cuestión de segundos, casi sin tocar la almohada, se ha quedado frito.
Contemplo su rostro, relajado al fin; las arrugas de tensión han dejado su huella, un recordatorio en la piel descamada, el cabello demasiado largo, nuevas canas que proliferan aquí y allá. He descubierto que su vejez me produce ternura, especialmente cuando su alma de niño asoma a los ojos brillantes, a la sonrisa pícara de labios llenos. Una imagen de su rostro feliz de pequeño relampaguea en mi cabeza y una carcajada amenaza con trepar por mi garganta, decido entonces que quiero alguna de esas fotos para no olvidarme de la persona de la que me enamoré y que ahora sonríe tan poco.
Con un suspiro, me quito el sujetador por debajo del jersey. Llevaba interior bonita porque..., bueno, necesitaba sentirme deseada. En el fondo aún quiero que me mire con admiración, pero no ha podido ser.
Cuando me meto en la cama, a su lado, murmura algo. Su cuerpo dormido me busca, me mueve a su antojo con fuerza y decisión, me coloca donde él quiere; siempre me gustó cómo me toca y noto inmediatamente que me humedezco. La piel de gallina con el tacto de su mano áspera y cálida sobre mi cintura, bajo el jersey. En el fondo sigue haciéndome sentir en casa.
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