jueves, 9 de noviembre de 2023

A fuego lento.

     Es tentador.... cambiar de postura. Ponerme música. Abrir los ojos.

Huelga decir que eso es precisamente lo que no debo hacer. Ian siempre dice que hay que escuchar, vivir y sentir en el momento presente, así que respiro despacio e intento romper mi inercia de constante movimiento. Quieta, ¿relajada? de inmediato acumulo tensión en la espalda, los hombros, me pica el cuerpo y me inundan poco a poco, sin pedir permiso, las emociones. En descuidado desorden irrumpen la impaciencia, la pena, el desconcierto y la... ¿rabia?

Rabia. No tiene que ver con las piedrecitas que se me clavan en el culo a través de la esterilla de yoga. Me imagino que es un objeto y que puedo visualizarla, tocarla, olerla incluso; quiero que sea algo externo. Me doy cuenta de lo ajena que la siento, también recuerdo su búsqueda. ¡Hola, compañera! Te había puesto careta de tristeza, qué torpe yo. No te reconocía. ¿Y ahora, qué hago contigo?

Dale la bienvenida (casi escucho la voz de Ian), no asumas que es tu enemiga. Siéntela, acéptala.

Y de pronto la rabia es una persona que parece sentarse a mi lado, aquí, en medio del pinar, con las piernas cruzadas. ¿Qué haces aquí? no te juzgo, ojo, solo quiero conocerte. Ella titubea y me cuenta que le enfada no sentirse prioridad en mi vida. Asiento, tiene sentido. Cogiendo carrerilla, me explica que siente que paso de puntillas sobre las cosas para no enfrentarme al conflicto, para no ser vulnerable, para no asumir que obtener lo que quiero pasa por tomar la decisión que más temo. Mirándome a los ojos, con una expresión decidida, esta Rabia que parece conocerme tan bien me acusa... de elegir deliberadamente no ser feliz.

Eso no es justo. Abro la boca para defenderme y...

¡Puf! se ha roto el momento. Se esfumó. Ahora solo queda el trino de los pájaros, el ajetreado crecer del follaje, el silencioso alternarse del sol y las nubes. Han pasado casi tres horas.

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