Los días se suceden deprisa, casi tanto como los planes. Hay que limpiar el baño. No hemos colgado las cortinas. La compra, el gimnasio, el trabajo..., y entre unas y otras, escasea el tiempo para las necesidades básicas, así que ni hablamos de disfrute personal.
Aunque..., un día, un momento, un ratito solo, el mundo para y se calla. En una carrerita nocturna, sin coches, sin voces, con los grillos haciéndome los coros. Qué maravilla tan simple, el aroma del húmedo relente nocturno en verano, la profundidad del azul del cielo allá donde las farolas no iluminan tanto y alguna estrella distante, tan brillante que hasta mis ojos miopes pueden distinguir su titilar. Qué dulce puede ser el verano, cuando uno puede detenerse en el aroma fresco de las semillas del melón, en el susurro suave que produce el desgajar de los higos cuando separas la carne con las uñas, en las risas de los niños que juegan en la piscina.
Y qué acogedores pueden ser un par de ojos castaños, cuando uno supera la fascinación de lo escaso, lo novedoso. Qué cálido puede ser un abrazo y qué intenso el sabor a hogar de una sonrisa. Qué brillo más bonito que el suyo. Qué sentimiento tan único, tan inefable.
¡Qué bonita puede ser la vida!
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