La verdad es que no lo he sentido venir. Después de un agradable fin de semana fuera que culmina con un soberano atasco que me lleva a llegar a casa tres horas después de lo previsto, yo solo quería abrazar a mi marido y perderme en los valles y curvas de su piel suave y cálida. Le había echado mucho de menos.
No puedo ponerlo todo en pie..., solo sé que yo estaba disfrutando. Con las piernas aún temblorosas tras el primer orgasmo y la pituitaria saturada de su perfume, hundía el rostro en su cuello, aferrada con brazos y piernas a su tronco, soldada firmemente a su contorno. El placer me sacudía en lentas oleadas cada vez que una embestida certera se deslizaba por mi carne, entrando y saliendo. Aceleró el ritmo de las acometidas y yo me sentí temblar desde las entrañas.
La verdad es que todo iba bien, pero de pronto ya no. Me recorrió un escalofrío helado y hubo sensación de pérdida, oscuridad, nebulosa. No le veía, ya solo sentía pánico frenético inundándome y un grito que comenzaba a llenar mi garganta. No sé cómo alcancé a bloquear los músculos para no revolverme, arremeter contra su dulce toque a empellones y golpes con toda la fuerza de mi desesperación.
- Para, para, para, ¡para! -. Jadeé.
Sentí como si ese gemido sin aire me arañase las cuerdas vocales, rasgándolas como un grito a un millón de decibelios. Le sentí salir de mí, aún sin verle, recordando la lánguida pereza que recorría las copas de los árboles aquella noche, el suelo, gélido y húmedo, mordiéndome la piel. Dolor y miedo por partes iguales. Quise llorar y eso hice, porque aún no podía verle, lo había estropeado todo nuevamente; temblaba y lloraba de vergüenza y de anhelo por regresar al amor y a la suavidad que siempre coronan mis noches.
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