martes, 3 de abril de 2012

Sweet Dreams are made of this...~

Al principio, simplemente camino. Soy consciente de que tengo que llegar a alguna parte, y de que soy la única que puede llevar a cabo un objetivo.
Primero aparece la ropa. Mi cuerpo estaba borroso, como la imagen de una televisión mal sintonizada. El pelo me crece de pronto, en densos rizos castaños, y sigue avanzando por mis hombros, mi espalda, hasta mi cintura. Siento una diadema de madera recogiéndolo hacia atrás.
Primero, unos pantalones cortos, elásticos, cómodos. Luego, unas deportivas. Las identifico como mías, las conozco. Fueron blancas, pero ahora están teñidas de un color sucio que nunca desaparece, independientemente de lo que se haga. Están desgastadas, sobre todo la puntera. Moldeadas y sucias. Con ellas he ido al País Vasco, he escalado montañas, he recorrido senderos, salido a correr, hecho deporte en mi tiempo libre. Sigue surgiendo ropa a mi alrededor. La camiseta no la conozco. Está cortada a mano, de color azul intenso. Se perciben mis hombros y una parte de mis omóplatos, y un cinturón de cuero, con una hebilla de madera clara la mantiene sujeta a mi cintura. En el cinturón hay un espacio libre para una daga de pequeño tamaño.
Sigo caminando, una férrea determinación guía mis pasos, y de algún modo sé que mi vida depende de ellos. O, al menos, su sentido.
El contorno a mi alrededor se define. Surge, a mis pies, un camino de fino albero. Sinuoso, serpenteante. Junto a él, florecillas. SIn nombre ni importancia, solo pequeñas flores de colores apagados, hierbajos, césped. Y en pocos segundos, me hallo contemplando una basta extensión de hierba. Montañas de fondo, sus picos blanquecinos, rebaños a lo lejos, apenas manchas de color pálido, y ni un sólo vestigio de población alrededor.
Disfruto de los efluvios de lo que sólo puede ser el final de la primavera. Hace calor. A mi izquierda, el sol avanza rápidamente por el cielo, proyectando alargadas sombras, cambiando de color la estampa. Una película anaranjada parece cubrir la imagen, el cielo se torna de un vivaz tono rosáceo, que se oscurece rápidamente hasta tornarse rojizo. Siento cómo la temperatura desciende, y yo no me canso nunca.
Sólo cuando mi alrededor se torna de un macilento tono grisáceo puedo ver mi objetivo Varios pilares sujetan algo parecido a una circunferencia de piedra. Las columnas son de estilo Corintio, lo sé porque tienen base, a diferencia del Dórico, y el fuste es estriado. Además, es el único Orden que tiene hojas de Acanto grabadas en el capitel.
Puedo distinguir un círculo de arena, como su fuera a realizarse una pelea a la antigua usanza.
Hay dos personas. Sus siluetas se tornan más nítidas conforme me aproximo en un trote ligero. Ambos visten ropa similar, algodonosa, con cinturones, pantalones cortos y deportivas o converses.
Sin venir a cuento, tengo una espada en la mano. Noto su peso, me cuesta levantarla. La hoja no está bien afilada, el mango es áspero.
Una chica de cabello ligero, más corto y rizado que el mío, comienza a embestir contra mí. No tiene práctica con la espada, tu técnica es torpe. Pero qué se yo, que no he cogido una en mi vida. Pero ella tiene fiereza, y es difícil parar sus golpes, precisos y determinados. Alzo la hoja y la interpongo entre su espada y la mía. Curiosamente, a mí se me da mejor. Mi golpe la desequilibra, y yo finto hacia la derecha rápidamente, buscando un punto débil.
La lucha es agotadora. El reflejo plateado de la luna confiere a sus marcadas facciones una expresión casi de locura. Sus ojos brillan, alimentados por una extraña ferocidad. Reconozco que me cuesta, pero no quiero rendirme. Está cansada, y no tan alerta. Una de mis estocadas logra desestabilizarla y tropieza, cayendo hacia atrás, levantando una nube de polvo que hace que se me empañe la vista. Siento un nuevo peso en la cintura, y desenvaino la daga sin vacilar. Un solo movimiento, firme y decidido, y todo acaba, la sangre relumbrando contra la hoja.
Es curioso, pero no me siento culpable. No como si hubiera matado a alguien, sino más bien como sí hubiera cumplido un deber desagradable. Limpio la sangre en su camiseta, idéntica a la mía salvo por el color, que es de un rojo chillón. Como si mantuviéramos una pelea en un videojuego. Yo siempre era el azul,
La otra figura me contempla un momento, alza su espada sobre mí, y siento que puedo morir tranquila, porque he hecho lo que debía. Sus ojos verdosos me taladran, acusadores. Es entonces cuando la espada resbala de sus manos, cae de rodillas imitando mi postura y me envuelve en un apretado abrazo. Las lágrimas se nos caen solas.
El cielo comienza a clarear, y ahora no sé si va a atravesarme con su espada o, por el contrario, va a llevarme de la mano a casa.
Juro que no lo sé. Pero siempre me han gustado las sorpresas.

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