No sabría si definir como envidia la emoción que me asalta cuando veo a mis amigos en la feria de Sevilla. Es la primera edición desde que empezó la pandemia hace dos años y todo se me hace un poco extraño, ajeno. La última vez que fui a la feria aún estaba en la universidad, soltera, no trabajaba, desde luego no estaba hipotecada y la vida era una maravillosa incógnita por descubrir.
Las personas de mi entorno se visten y bailan y beben y se hacen mil fotos, como en un gran teatro con pomposos disfraces de lunares, con mantoncillos de colores y adornos de farolillos. Parecen pasarlo bien. Parece que nada les preocupe. Es tan asombroso como si vivieran en una juventud eterna de la que siento que ya no formo parte.
Quizá no sea envidia, sino nostalgia. Hace tiempo que me cuesta dejarme llevar y divertirme sin inhibiciones y estoy segura de que, aunque baje al Real, ya no será lo mismo. Ni la misma gente, ni el mismo ambiente, ni la misma finalidad. Es porque estoy cansada que quizá ahora sí que me importa el gentío, el ruido, el dolor de pies. Pienso que iré buscando algo, una parte de mí que ya solo existe en ese rinconcito que se muere por meterse en un vestido de volantes bien entallado y bailar una sevillana con los bajos manchaos de albero, pero que está demasiado cansada de sus propias cábalas mentales como para hacer malabarismos también con los pies.
Tengo ganas, y a la vez no. No sé, no me ubico, no me entiendo. Como propone mi marido, quizá se me antoja más fácil y más cómodo quedarme en casa con él, viendo una película y comiendo fresas, que salir de mi zona de confort y preguntarme qué tiene que ofrecerme esta nueva etapa de mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario