Escribo esto porque, a pesar de mí misma, no quiero olvidar lo que era ni lo que he aprendido de él. Soy egoísta y estoy en proceso de entenderme, qué hago, y tengo que dejar una huella digital de mi memoria.
Do nació del sufrido vientre de Erika en el cuartucho sucio de una clínica veterinaria el 25 de febrero de 2021, con seis hermanos musicales más. Pelo negro, una condena para él, un augurio de futuro incierto. ¿Qué le sucedió a Do allí? Alguien lo llamó tonto, otras personas dijeron que era tímido. Yo aún no sé qué pensar.
Llegó a casa con casi cuatro meses y nada más llegar, se escondió bajo el sofá. La primera noche, sus aullidos de pena llamando a su familia biológica se nos clavaron en el alma, pero nos convencimos de que era para mejor. Le ofrecimos comida y agua, pero no salió de debajo del sofá de nuestro piso alquilado, tampoco se dejó tocar durante días y, cuando al fin lo hizo, fue para lanzarme un zarpazo a la cara que determinó el curso del resto de nuestra relación. Ningún animal doméstico me había atacado jamás.
Mi marido siempre fue mucho más paciente que yo, que me refugié en mi cobardía y disfracé mi miedo de odio. Yo me escondí y él se sentaba durante horas, muy quieto, a esperar a que el gato saliera, pero era extraño: no quería estar solo, pero tampoco que nos acercáramos. Parecía contentarse con poco (explorar la terracita, tumbarse al sol, mirar una película), pero en realidad era un señorito gurmet que no comía chuches y pienso, qué va, él prefería nuestros guisos caseros y el fuet.
No nos iba del todo mal, especialmente cuando yo dejaba caer la máscara y admitía que, en realidad, me fascina el brillo azul de su pelaje y el punto en que sus ojos casi amarillos parecían un poco más verdes, su ronroneo, tran grave que mi débil oído humano casi no capta la frecuencia, la inmaculada negrura de sus almohadillas, su nariz, sus orejas de murcielaguito y los cuatro pelos blancos que adornaban su pecho y su barriga. Cuando se movía conmigo, se tumbaba a mi lado y me pedía comida húmeda, hasta me resultaba tierno.
Hasta que se le cruzaban los cables, me bufaba, destrozaba algo y se ponía agresivo y huraño y dábamos cinco pasos atrás. Diego podía cogerlo, a él parecía quererlo genuinamente - dentro de su extraña gatunidad - y a mí me daba envidia y miedo. Estaba bloqueada y no quería trabajar con él y no avanzamos nunca. Debo confesar que lo trataba muy mal, lo insultaba, lo asustaba a propósito para que se alejase de mí..., pero solo porque me hacía sentireme insegura e incapaz. No sabía que un animal tan pequeño pudiera hacerme sentir cosas tan grandes y complicadas.
Hace tres días que no sé nada de él. Parecía que no quisiera estar con nosotros: se tumbaba en cualquier parte, en silencio, mirándote con sus ojos amarillos y esperando que le dejaras salir. Le ofrecimos comida, calor y cariño, y aún así no quiso quedarse. Maullaba de miedo y a mí me daba pena. ¿Tendrá hambre? ¿se sentirá solo? me asusta que enferme, me asusta que lo atropellen, me abruma la culpa de sentir alivio porque todo esto se haya acabado, de no haber sabido llevar la adopción como debería: con la paciencia y la valentía de una persona adulta. Creo que nunca me había sentido tan incapaz, tan poco preparada..., si no puedo con algo tan simple que hasta come y se limpia solo, ¿cómo voy a sacar nada adelante? ¿cómo voy a ser mamá?
Eso he aprendido. Que soy cobarde y egoísta, y disfrazo mi miedo de rechazo. Que no estoy lista para muchas cosas. Que he condenado a un animal a muerte porque, en realidad, la mala bestia soy yo.
Perdóname, papá. Perdóname, Do.
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