jueves, 3 de febrero de 2022

The hunger pit.

     Ahí está otra vez. El desequilibrio, el fracaso. No es lo que era, pero es algo. El alborozo infantil y menos realista de sentirme los anillos bailar en los dedos, la ropa más holgada, los huesos más prominentes. Vuelvo a clavarme las crestas ilíacas en el asiento, vuelvo a acusar el agotamiento, la falta de apetito - y cuando lo tengo, ¡qué bien resisto el hambre! - y la debilidad ante cualquier esfuerzo físico.

Qué atractiva puede ser la miseria. A veces me encuentro contemplando con mal disimulada nostalgia aquellos días en que podía recorrer las costillas con los dedos como si fueran las teclas de un xilófono, imaginando que mi cuerpo tenía por dentro sonido y color. Me encuentro anhelando la hendidura, como de cuenco, de mis clavículas. Qué facilidad tiene el cerebro para omitir lo que no interesa, el dolor del hambre, el estreñimiento, la pena, el frío, la sensación de estar decepcionando al mundo.

Diría que, a veces, no comer es casi instintivo, fácil, natural. Como si mi cuerpo sintiera indiferencia, como si mis propios instintos se hubieran rendido conmigo. "Esta tía es tonta" parecen decir, "paso del tema".

Me consumo poco a poco, ajena a la desgracia que siembro en las vidas ajenas.

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