Y qué manera de mirarme.
Dos pozos negros que parecían succionarme, absorberme y atraparme. Obsidiana, azabache, hematita, con un brillo casi metálico, con una calidez infinita, con media sonrisa colmada de toda la dulzura de este mundo. Las cejas bajas, los párpados lánguidos, la red entretejida de pestañas proyectando una sombra tenue sobre los pómulos.
Allí tumbada, en su pecho, quedaban atrás los pretendidos coqueteos eróticos que habíamos sostenido durante el día. La pulsión sexual, dominada, silenciada por sus tiernas caricias a través del agua caliente, teñida de azul de sales. Sabía que tendríamos tiempo de amarnos en un lenguaje de intimidad, sexo y placer más tarde.
Trajimos a la luz nuestros recuerdos favoritos del último año, que ha hilvanado sus días en derredor casi sin que nos enterásemos. El primer beso, las primeras flores, el primer viaje, los primeros contactos entre nuestros cuerpos, la primera lluvia de estrellas, en la playa, las primeras navidades, los primeros regalos. Pensamos el uno en el otro teniéndonos delante, y yo casi podía saborear la ternura que impregna sus sentimientos por mí, sentir el peso del equilibrio entre el amor, la pasión, el respeto, la admiración, el cariño y el afán sobreprotector.
Vaho, calor, piel, sales. Caricias y ojos de hematita. Sin velas, ¿para qué? si él resplandece como un millón de luces.
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