Algunas noches, la mera idea de entrar en esta habitación es enloquecedora.
Hace dos días, mi padre se reía de mí porque no me había dado tiempo a comer ni a dormir. Esta es la vida, hija. La vida no me gusta. Once horas trabajadas, papá, y un millón de trámites por delante. Sé que no es nada, pero me cojo descansos en el trabajo para seguir preparándome el trabajo de fin de máster y, cuando acaba la jornada, siempre hay tiempo para seguir estudiando un poco más, guisar unas albóndigas, finiquitar este y aquel papel que tenía que enviar a no sé dónde, contactar a una inmobiliaria o a un banco y salir a correr.
Dormir es un incordio, papá. Estoy cansada de las estridencias de mi teléfono cada cinco minutos y hasta su vibración me despierta. Hace demasiado calor para esta época del año y no puedo descansar.
Me duele la espalda, me siento mayor. Me siento vieja.
Me duele la cabeza todo el tiempo, papá. Tengo derecho a estar cansada, da igual si es lo que toca, y da igual si tú sentiste y viviste cosas peores allá por los ochenta, los noventa, los dosmil, los dosmildiez y ponte a sumar décadas. La vida tampoco me habría gustado entonces. La vida no pinta bonita cuando la retratas así.
Hoy, en esta habitación, me siento sola. Me duelen los ojos y ni mis niños quieren estar a mi lado. Le hablaría a la nada, como cada noche, pero tampoco me apetece abrir la boca y a ellos no les apetecería escucharme, si me entendieran. No los culpo, papá. Echo de menos la luz del sol y el aire en la piel. Antes quise salir a dar un paseo, pero no pudo ser..., y aquí estoy, de vuelta a consumirme en estas cuatro paredes.
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