La llegada fue fluida, como todo lo demás. Casi parecía que la fortuna estuviera trabajando por y para nosotros con su tarde tibia, sus gentes amables y sus hermosos paisajes volcánicos de piedra negra y exuberante vegetación.
Encontré el hotel cómodo, sin más. No excedía las expectativas pero se veía limpio y confortable, adecuado al uso que pensábamos dispensarle; sin embargo, cuando me asomé al balcón y observé el atardecer pastel sobre el atlántico sentí que aquellas vistas compensaban con creces la pretendida austeridad de la habitación.
Él me abrazó de pronto, reclamando mi atención dispersa de forma bastante formal y protocolaria. Casi me siento culpable por no recordar exactamente todo lo que dijo en ese momento, pero me asaltó la misma sensación que aquel 26 de diciembre en que nos reencontramos. Habló de nosotros, de nuestras dificultades, de nuestro futuro. De nuevos comienzos.
Supe que era el destino, que afianzaba los hilos que nos habían unido casi once meses atrás, cuando clavó la rodilla izquierda en el suelo y sacó una cajita negra del bolsillo trasero del pantalón.
Y lanzó La Pregunta.
Y yo me quedé allí, clavada y temblorosa.
La abrumadora certeza se intensificó dentro de mí. Pues claro que era mío. Pues claro que me quería, a mí y solamente a mí. No iba a marcharse, no iba a cambiarme por nadie y no era - soy - ningún reemplazo.
¿Cómo lo hacen las chicas de las películas? Él me miraba, sonrojado y nervioso, como preguntándome con una mirada un poco angustiada si pensaba responder en algún momento.
Y yo dije que sí (y me caí sobre él)(y temblé como un flan, como en la primera cita)(y lloré un poco)
No hubo velas, restaurante, adornos, flashmob, Disneyland, música ni muchos de los tópicos que aparecen en televisión para estos momentos. Hubo - hay - un precioso y delicado aro de oro blanco y diamante, coronado por un majestuoso zafiro en forma de lágrima, en mi mano izquierda. Estuvimos nosotros..., y fue perfecto. Como cada minuto de los últimos once meses.
¡ NOS CASAMOS!
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