martes, 2 de diciembre de 2014

Shigan.

Los días se suceden en una lenta espiral hacia un agujero negro, borrosamente, sin remedio. Clase por la mañana y estudio inútil por las tardes, más memorización sin sentido. Aún queda un rescoldo de mi alma que ama lo que hace más allá del agobio producido por la escasez de tiempo, y aún puedo disfrutar mientras hago apuntes al darme cuenta de que comprendo las cosas, y a medida que lo hago el mundo cobra sentido a mi alrededor. Y eso que escribo esto en el metro, son las seis de la tarde, y por una vez imito a las personas a mi alrededor y miro el móvil atentamente, un comportamiento que en parte detesto. En circunstancias normales estaría leyendo, y sin embargo me apetecía tener un ratito de liberación mental..., porque cuando vuelva a casa tendré que ponerme a recitar desinencias personales de varios tiempos verbales like there is no tomorrow. Y, además, los libros de Ken Follett pesan mucho.
A lo que iba. En este borrón de adoración hacia el latín, historia del arte y pensamiento político (y una odiosa frustración enfocada a inglés y a griego) tengo la sensación de que los únicos momentos de plena actividad creativa tienen lugar mientras sueño. Anoche tuvo lugar una escena tan nítida en mi mente, que no puedo menos que describirla:
Iba caminando hacia una casa, propiedad de alguien que iba a mi lado y cuyo nombre o aspecto no recuerdo. No recuerdo el frontal de la mansión, solo mucha decoración escultórica hecha con materiales nobles, una gran escalinata de mármol y que se dividía en dos cuerpos separados por un pasillo cubierto.
En la siguiente escena, estaba en una sala magestuosa. Podría haberse construído en torno al siglo XII, o eso deduje al contemplar los detalles en las columnas que dividían la habitación en distintas secciones. Tan alta como el Real Gabinete Português de Leitura, luminosa como la biblioteca Admont austríaca o majestuosa como el Strahov Monastery en Praga. El techo presentaba un artesonado de madera magestuosamente labrado, y en las paredes del lado oriental, el paño de Sebka creaba sombras geométricas y cambiantes a la luz del sol que entraban por los grandes ventanales. Todo el lado occidental estaba cubierto de estantes de oscura caoba, desde el suelo hasta el techo, y unos invisibles raíles plateados cargaban una escalerilla elegante y robusta que permitiera alcanzar la totalidad de los libros.
Había sillones y escritorios distribuídos por toda la biblioteca, en espacios separados por hileras de columnas toscanas de mármol bícromo, cuyos capiteles soportaban altas columnas de las que surgían arcos de medio punto y de herradura, con las dovelas también bícromas, creando una sensación parecida a la del bosque de columnas en la mezquita de Córdoba.
Caminé. Quería tocar los libros, las paredes, el mármol de las columnas, tan puro que podría haber salido del Pentélico, y quizá lo hubiera hecho.
Me di cuenta de que había multitud de cuadros por toda la sala, en caballetes o suspendidos en las paredes, así como estatuíllas en pedestales. Recuerdo haberme movido, y que la mullida y suntuosa decoración absorvió el sonido de mis pasos creando un susurro hueco. Quise acercarme a una copia en miniatura de Dioniso y Hermes, admirando la maestría de la curva praxiteliana, el contraposto y la armonía en las facciones. Era una imitación tan buena que se me aceleró el corazón. También distinguí una inscripción en latín en la base del pedestal y me incliné, preguntándome si podría traducirla.
Justo cuando se produjo la epifanía, justo cuando iba a salir el significado de mis labios, me desperté. ¡Qué rabia me dio! ¿cómo es posible que una fantasía generada por mi cerebro sea capaz de producirme tanta intriga? ¿cómo?

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