Conduciendo hacia Ayamonte y escuchando una lista de reproducción de popurrí de cosas semi olvidadas, empieza a sonar aquella canción con la que hace un par de años lloré tantísimo el final de una relación que, aunque no duró tanto como parecía entonces, se sintió doler toda una vida. Llevaba desde entonces cuidadosamente enterrada entre música más fácil de escuchar.
El corazón se me pone alerta, listo para doler en cualquier momento, pero la canción llega al segundo estribillo y, aunque tengo un nudito agridulce en la garganta, todo está bien. Yo estoy bien. Y me relajo.
Entonces me acuerdo de cómo una noche bajo una cúpula purpúrea donde las estrellas pasaban como fogonazos sin rozarnos, hablamos precisamente sobre lo que se sentía cuando volvías a escuchar una canción que te había acompañado en tu dolor. Yo, que ya me olía lo que se nos venía encima y lloraba sin saber por qué, pensé en ese momento que yo no quería que él me doliera en ninguna canción.
Pero de vuelta a mi coche recalentado, a mi equipaje desordenado y a mi escaso sentido del ritmo y la musicalidad, aquella tarde no pude evitar sonreír un poquito por dentro pensando en la de vueltas que ha dado la vida. La canción termina con mi pensamiento, dulce y fugaz, y sin haber dolido ni un poquito.
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