El lapso del 24 al 30 de enero de 2022 ha sido uno de los más intensos y estresantes de mi vida. Juraría que los días no tenían suficientes horas y que yo me arrastraba dando tumbos entre ellas, navegando a duras penas las corrientes de mi turno de noche, mi máster vespertino y lapsos máximos de sueño de 4 horas al día (no consecutivas). El tiempo dejó de tener sentido, la taquicardia fue mi nuevo segundero, el estrés el minutero, la pérdida de apetito la falta de las horas. ¿He llegado? Sí, pero no en las mejores condiciones. Mis padres se reirían de mi cansancio, así que mejor dejo que se intuya entre líneas y más allá de los márgenes virtuales de mi blog, donde está más cómodo.
Así que sí, la casa está en peor estado de lo que creíamos. Lo que no es una chapuza es una cagada, y lo de más allá es un despropósito. Hay agujeros por todas partes, poco o nada funciona. Los primeros días, mientras yo vagabundeaba como un muerto viviente por entre las distintas esferas de la vida pública, mi suegro y mi marido se hicieron cargo de los primeros tejemanejes, sobre todo de evaluar daños, instalar fibra, quitar basura de en medio, poner bombillas y arreglar todo lo que no funciona, que ya anticipo que es mucho. Eché de menos estar a su lado, trabajando juntos codo con codo, cada minuto.
Llegó el fin de semana y, con él, el traslado definitivo. Mi padre, mi hermana, Diego y yo. Carretilla vacía arriba, cajas, muebles, chismes e historias en una abolladísima furgoneta de seis metros cúbicos. Diego maldiciendo de vez en cuando (¡Me cago en mi puta vidaaaaaaaaaaaa!) para poner banda sonora a un traslado suave y poco accidentado de 7 horas de carreras, pesos muertos y bastante hambre. Un poco de "esto cuando podamos lo ponemos así" y "aquí pondremos esto otro", de planes de decoración y reformas.
Un día muy intenso seguido nuestra primera noche juntos aquí. La primera noche de muchos, muchísimos años, espero.
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