Mi casa es un edificio de dos plantas, adosado y, como ya he anticipado, lleno de imperfecciones; y, a pesar de eso, me encanta.
Tengo que confesar que no me enamoró la primera vez que la vi. Tenía potencial, pero eso es todo. Cuando decidimos comprarla, la contemplé con anticipación e ilusión, pero no estaba enamorada..., y, sin embargo, todo cambió la primera mañana que amanecí aquí.
La larga ventana de doble hoja que alumbra mi habitación por las mañanas recibió nuestro despertar con un amanecer generoso en luz, llenando de un fulgor verde los dos descampados que hay justo frente a mi casa. Una vasta extensión de cielo azul y los coros de las aves más tempraneras para coronar una escena gloriosa.
Con o sin fallos, me encanta mi nuevo hogar. Es nuevo solo para mí, lo sé, está lejos, lleno de agujeros, losetas rotas y cosas que no funcionan; pero cuando la luz del mediodía llena mi patio de vida, a mí se me olvida todo. Los ecos fríos de sus muros despoblados no pueden rivalizar con el bonito aleteo de una mariposa entre las hojas del jazmín que vive en el parterre delantero, con la belleza atemporal de la barandilla de hierro forjado que encabeza las escaleras o con el aire de nostalgia que me llena el pecho en esa cocina, tan similar a la que tenía antaño mi abuela y donde solo pasaban cosas buenas.
Me doy cuenta de que mi casa solo se ha empezado a convertir en mi hogar cuando he podido compartir tiempo con Diego en ella. Solo entonces y solo ahora, a su lado, acunada por los ecos de su voz y por los maullidos nerviosos de mis niños, tienen sentido todo el tiempo y el esfuerzo que invertimos en esto.
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