domingo, 30 de enero de 2022

25 de enero de 2022

     El 25 de enero de 2022 firmamos el contrato de compraventa de nuestra nueva vivienda.

Los dueños, tensos y desmejorados, se lanzaban pildorazos de rencor los unos a los otros mientras todos plasmábamos nuestra rúbrica ante la atenta mirada del personal bancario, inmobiliario y notarial; él parecía no querer admitir la derrota ante un matrimonio poco y mal cuidado, ella, resignada a la omnipresencia de su ex marido, a la pérdida de su hogar y a la ruptura del núcleo familiar.

Una despedida apresurada, un par de apretones de manos dubitativos y emprendimos el camino hacia nuestro nuevo pueblo armados con una botella de cava y una Polaroid.

Nos recibió un edificio estoico, anhelante de calor humano. Entre sus fríos muros intuimos la magnitud de las chapuzas a las que tendremos que enfrentarnos en los próximos meses, pero no quisimos atender a esas circunstancias hasta que no sobreviniera la luz del día. Se veía el esfuerzo sostenido de la mano firme que había dejado surcos, regueros, pequeñas gotas y caminos de agua en los cristales al limpiar. Ni una mota de polvo, ni una pelusa que reprocharle a los electrodomésticos o a la cocina.

La casa huele al cansancio y la pena de Carmen y a la dejadez chapuchera de Jesús. 

Unas horas después compartimos tarta y cava con algunas de las personas que han hecho posible que estemos aquí, ahora y en estas condiciones. Rebosábamos agradecimiento y yo más que nadie; al fin y al cabo, era el cumpleaños de mi marido y tengo que celebrar el enorme regalo que es compartir tiempo y espacio con él.

El 26 comenzaría la batalla.

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