miércoles, 16 de enero de 2013

Thats what I get.

Abrí los ojos de nuevo y tanteé bajo la almohada. ¿Habría dormido algo? Recé porque así fuera. O no alcanzaría a dar dos pasos antes de desplomarme por la mañana.
Las tres y veinte. Solo habían pasado seis minutos desde la última vez que miré el móvil. Seis minutos eternos. Suspiré y cambié de postura dos, cuatro, seis veces.
Las cinco menos diez. Había dormitado durante casi diez minutos. Un sueño inconcluso e impreciso que reflejaba la angustia de mi corazón. Apreté la mejilla contra la almohada y dos grandes lagrimones se perdieron en mis sienes antes de cerrar los ojos de nuevo.
Las cinco y cuarto. Abrí los ojos de nuevo. Los sentía irritados, increíblemente cansados. Me pregunté cuánto me iba a llevar quedarme dormida. Cinco minutos al menos. Estaba harta de divagar, eso solo me cansaba más.
Las seis menos cuarto. Apreté los ojos fuertemente. <<Duérmete, duérmete>>.
Sentí el teléfono vibrar antes de oír el tono de despertador. Busqué el aparato con dedos trémulos y el sonido cesó bruscamente. <<Ya era hora>>
Me destapé de golpe y me puse en pie, analizando el estado de mi cuerpo.
Mi cerebro lanzaba punzantes golpes contra mi cráneo, y el dolor me recorría desde las cervicales hasta las sienes. Estuve bastante entumecida, incluso cuando la sangre circuló de nuevo con normalidad. Seguía sintiendo los ojos cargados, un sollozo atravesado en el pecho, y esa molesta sensación en la nariz cuando aguantas las ganas de llorar.
Pero no era raro. Era lo que me tocaba.
Así que arrastré los pies hasta el baño y encendí el calentador.
Mirarme al espejo era aún más estremecedor que sentirse yo. Un cadáver me devolvió la mirada desde el cristal y contuve un escalofrío. Me cambié de ropa lo más rápido que pude y me abrigué. Tenía más frío de lo normal.
En el instituto, lo hice bastante bien. Casi me sentí orgullosa de no llorar ni un solo segundo, nada de nada. Pero la verdad es que ha sido uno de los peores días de mi vida. No he conseguido concentrarme.
Al llegar a casa, almorcé. Cada bocado viajaba con un interminable esfuerzo a mi estómago. Y el plato no disminuía de tamaño nunca.
Y no lo hizo, porque no lo terminé.
Huí a mi habitación. Cerré la persiana y la cortina, como cuando mi abuela me obligaba a dormir la siesta de pequeña. Cerré los ojos de nuevo, hundí la cabeza en la almohada y grité.
Me estuve desgañitando entre sollozos y lágrimas secas durante horas, pero no llegué a llorar. Luego, demasiado agotada, me quedé dormida. Nuestra canción sonaba de fondo, y eso me calmó.

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