Una pesadilla me molestó la otra mañana con la amarga sensación de haberla vivido antes. Abrí los ojos con sensación de fatiga constante para descubrir la cama fría y vacía a mi lado, su olor aún impregnado en la almohada. Tanteé en busca del móvil entre las sábanas, le mandé un mensaje, pero no recibí respuesta y tampoco le escuché moverse por la casa para venir a darme un beso de buenos días, como solía.
Qué raro.
Tras un breve paso por el baño, así sus pantalones de chándal y me los puse, como de costumbre, y salí a buscarle. No estaba en el estudio, aunque por la hora que era debería haber estado trabajando; los gatos dormían sobre su silla. Bajé la escaleras para no encontrar ningún signo de él en la cocina, la parte más frecuentada del piso interior, donde quedaban restos de su desayuno sobre la encimera. Tras asomarme brevemente por la ventana del salón, comprobé que nuestro coche estaba en la puerta, donde lo habíamos aparcado la noche anterior.
Algo extraño crecía en mi pecho. Su copia de las llaves de casa y del coche estaban en su lugar habitual. Volví al dormitorio y abrí el armario por inercia: estaba vacío. ¿Eh? Angustiada, cogí el móvil nuevamente, pero su contacto aparecía en gris, sin fotografía ni nombre asociado. Traté de llamarle, pero no dio señal.
Repetí entonces mi recorrido por la casa, pero su rastro desaparecía. El escritorio estaba vacío de efectos personales, solo el router del Wi-Fi y una lámpara blanca. Ni siquiera silla, ni gatos, ni cleenex usados sobre la mesa, ni figuritas, ni las fotos que había en el marco de la pared, ni libros en la estantería. Ni una sola caja. La almohada ya solo olía a suavizante. Tampoco estaban los restos del desayuno junto al fregadero. Subí, tropezándome con mis propios pies, pero sus llaves ya no estaban. ¿Se había ido? el pánico se me agarraba al pecho y expulsaba la lógica a trompicones de mi sistema. Y, aunque nada de aquello tenía ningún sentido, traté de llamar a su familia..., cuyos números y perfiles en Redes habían desaparecido de mi teléfono.
Saqué un cuaderno forrado de terciopelo rojo de la estantería del pequeño estudio. Debía haber contenido fotos, dibujos y recuerdos de nuestro viaje juntos, pero sus hojas estaban en blanco. También las de mi agenda del año pasado, esa que llené de datos sobre él. Ni rastro de las notas románticas que poblaban nuestras vidas por las mañanas. ¿No estaba, o nunca había estado?
Antes de darme cuenta, supe que llevaba meses, años esperándole, buscándole. No sabía por qué. Las canas me enmarcaban el rostro arrugado, pero la experiencia no me ayudaba a poner en pie qué era lo que echaba tanto de menos, por qué me sentía tan vacía. Qué había perdido que era tan importante para mí, por qué me iba a dormir deseando no volver a despertarme.
Pero lo hice. Abrí los ojos sobresaltada, con las sienes mojadas y la respiración alterada, en nuestro dormitorio. En nuestra cama. En nuestra casa. Le oí andurrear en el piso de abajo, llamando a la perra con voz aguda, y por algún extraño motivo eso solo me hizo llorar más.
Te quiero. No te vayas.
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