Te veo ahí en pie, sonriente con tu suéter ajustado color beige y los pantalones de campana. La larga melena negra alborotada por el viento, los ojos cerrados al sol cegador que se adivina en el brillo de la fotografía, aún tras el paso del tiempo. Postura estudiadamente despreocupada, elegante. La correa de la perra en las manos, el mar al fondo de la imagen tomada en una playa solitaria, quizá otoñal.
Eres tú, pero, a la vez, no lo eres. Son tus ondas oscuras, tus labios carnosos, tu delicado rostro inmaculado de elfa, los grandes ojos, las manos más elegantes del mundo, la postura elongada de una mujer grácil, joven. En tu cuerpo se adivinan delicadeza, fuerza, vitalidad, elasticidad y los albores de una sonrisa libre de contrición, adornada solo por el amarilleo de una década de tabaquismo. Rasgos desconocidos en una mujer que, por un momento, por un día, en un lugar que ama, es libre de todo lo demás. Es joven.
Eres tú, pero no lo pareces. No reconozco nada de ti. No te recuerdo tan larga, tan viva. Eres tú pero a la vez soy yo, o eso dicen a veces. No lo veo, no del todo. Quizá haya algo en nuestras cabelleras, aunque de diferente color. He heredado la negrura de tus enormes ojos de gitana, eso sí. Hay un poco de ti en mis formas y un mucho en mi personalidad.
Te admiro. Te admiro, te envidio, te adolezco. Te echo de menos, a la parte de ti que conozco y a la que no. Te necesito tanto que me da miedo, me entristecen las fotos que hablan de una versión feliz de ti.
La infelicidad de las personas a las que queremos duele mucho más que la propia.
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