El mar rugía, pero no habría sabido decir dónde.
Un banco de niebla se lo había tragado súbitamente todo, y había algo místico y mágico en el halo de húmeda oscuridad que nos rodeaba. Para mis ojos miopes era como una hipérbole de lo que suele ser mi vista, con el halo lejano de las luces del paseo y el parapeto azulado del cielo desnudo; nada más a nuestro alrededor. Podíamos escuchar un silencio denso y opaco, y solo entonces tomamos conciencia de que estábamos solos por primera vez en lo que había parecido una eternidad.
El beso que me regaló entonces entra definitivamente en la lista de los mejores de mi vida, cargado de una electricidad pulsante y extraña. La necesidad por demostrarle al otro nuestro amor y nuestro deseo pronto colonizó cada célula de nuestros cuerpos, como si en las venas latiera de nuevo el fuego de nuestros primeros días juntos. Cuando sus manos se alzaron para acunarme el rostro fue como si calmaran un dolor del que no era consciente.
Os juro que brillaba. Su piel tostada parecía resplandecer con la blancura sin mácula de la neblina y sus ojos estaban llenos de todas las estrellas que no habíamos podido ver. Admito que me sentí derretir con la sonrisa contenida que impregnaba de pronto todos sus rasgos, que aquel entorno sobrenatural engulló mi gemido cuando tomó mi mano y me hizo acariciarme con ella, bajando desde los senos hacia la pelvis con soltura y una mirada tan intensa que quemaba.
Hubo una intimidad apabullante en la forma en que me hizo el amor, sin más sonido que dos jadeos quedos, el roce lento de la piel con cada caricia y un par de gemidos secos y amortiguados al final.
Dijimos tanto con nuestros cuerpos que no necesitamos voz.
Pocas veces he sentido algo parecido.
Pocas veces he hecho el amor así.
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