martes, 26 de enero de 2021

Las comparaciones son odiosas.

 Cuánta verdad hay en esa afirmación y qué difícil es, a veces, no comparar.

No sé qué me entra por el pecho, qué emoción me sacude las entrañas y me arrasa las venas desde dentro cuando se mueve, con esa elegancia natural, con esa seguridad. Cuando conduce con una sola mano para no soltar la mía, cuando me abre las puertas, cuando me colma de ramos de flores día sí y día también; cuando estoy con el señor voluble y lo mismo me acaricia la mandíbula y el cuello, y me acerca a sus labios de bizcocho para besarme despacio y con amor, que lo mismo me inmoviliza, me muerde, me lame y me hace poner los ojos en blanco del gusto. Con su sonrisa de niño malo, sus camisas negras, su postura.

Qué flechazo me atravesó hace tres meses con esa persona con la que podía discutir sobre lingüística, política, sociología, sentimientos, con quien no podía dejar de hablar durante horas, horas, horas, con quien jamás dejaba de aprender; qué cosquillitas por todo el cuerpo con cada broma picajosa, de viejo y asaltacunas, para morirme luego de ganas de mordisquear las canas de su barba y babear con las arruguitas que le colman los ojos cuando se ríe. Qué risa más preciosa, por dios. Qué morbazo el esos ojos serios, firmes, amables, enseñándomelo todo en su infinito brillo ónice; el de su madurez haciéndome sentir niña y mujer al mismo tiempo.

Todo él calidez, seguridad, hogar.

Dios mío..., me estoy enamorando.

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