viernes, 25 de enero de 2019

Huevito salao, aka marido trofeo (parte 2)

Me gustaría ponerme en modo novelesco y decir que, cuando entramos en el vagón de metro, sentí su presencia como una descarga eléctrica, pero tengo que atenerme a los hechos y eso no ocurrió así.
Nos dirigimos a esa parte del tren que a ti te gusta, ese saliente blanco contra el que te apoyas, y yo me situé entre tus piernas, apoyé la cabeza en tu hombro y justo en ese preciso instante, le vi. Pelo negro, ojos negros, piel oscura, ropa oscura, aspecto cuidadosamente despreocupado..., no había cambiado nada de nada. Siempre le sentó bien la ropa, incluso cuando pesaba treinta kilos más, como si se la hubieran cosido a medida sobre la piel. ¿Por qué será que los más guapos son, a menudo, los más tonto?
Iba escuchando música, como siempre. Pensé que tal vez Michael Jackson, por la forma que tenía de mover el cuerpo, como si quisiera arrancarse a bailar. Un golpeteo de pies, un movimiento insinuado de caderas, un murmullo escapando de sus labios como si cantase. Un enamorado de la música, con su aire de artista bohemio que tanto gusta a algunas mujeres; se lo dije en su día y lo sigo pensando. Se me escapa una sonrisa, especialmente al darme cuenta de que no todo quedó tan mal entre nosotros y soy capaz de recordar algunas cosas con cariño. En ese momento, se metió el móvil en el bolsillo del vaquero para subirse las mangas del blazer y levantó la mirada, chocándose con mis ojos.
Me dio vergüenza que me pillase mirándole (y sonriendo), sentí que se me subía la sangre al rostro y mi sonrojo se hizo más profundo cuando recordé las cosas tan feas que nos habíamos dicho la última vez que hablamos, es decir... cuando rompimos. Luego sentí cómo sus ojos se desplazaban perezosamente por mi cuerpo, escaneándome, y lamenté no haberme arreglado más esa mañana, pero ya se sabe... un rayo no cae dos veces en el mismo sitio. Y luego te miró a ti, y frunció los labios.
En ese preciso momento guardaste el móvil en el bolsillo frontal de la sudadera y, como si te hubiera adiestrado o me leyeras la mente, bajaste la mano derecha de mi cintura hacia más bien mi trasero. Alcé la cara con la intención de apartarme, cerca ya de San Bernardo, cuando me acercaste a ti y me besaste, primero suavemente, luego con insistencia, con dientes y lengua, uno de esos besos en los que parece que se va a acabar el mundo y que hacen que la sangre me burbujee bajo la piel, casi escandaloso. La guinda del pastel, dedicada a alguien que me dijo que nadie me querría jamás.
Por la megafonía sonó el nombre de nuestra parada, nos situamos junto a la puerta y, justo antes de salir, le dediqué una mirada por encima del hombro con toda la dureza y frialdad que fui capaz.


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