lunes, 21 de enero de 2019

Hermosa prosa.

Como suele decirse, este huevo pide sal y, si no me equivoco, estás deseando que entre en detalles escabrosos sobre cómo le he restregado a mis ex que estaba saliendo contigo, así que aquí van dos, y bien relataditos:

El primero, que yo recuerde, ocurrió poco después de que empezáramos a salir. Es de lejos el más gratificante, quizá porque fue mi pequeña venganza, mi pequeño rechazo..., juzga tú mismo.
Debía de ser octubre, o quizá un septiembre tardío y sorprendentemente fresco. En un alarde de buen humor, me había arreglado: llevaba un vestido vaporoso, de color anaranjado, hasta los pies, un vestido que tiene un escote desbocado y media espalda al aire... pero yo, muy modosita, me había colocado una chaqueta vaquera con las mangas remangadas sobre él. Me solté la melena (no metafóricamente), y dejé que los profusos rizos cayeran sobre mi cara de muñeca pintarrajeada, todo el conjunto sobre unas enormes plataformas de esparto que casi parecían andamios.
Todo esto tenía su propósito, claro: había quedado con las niñas para tomar unas cervezas con las chicas, todo esto cuando aún éramos amigas, evidentemente; así que estábamos apaciblemente sentadas en la Gitana Loca cuando empezamos a encontrarnos con gente conocida que se fue adhiriendo al grupo. A Elena se le unieron Ana y Silvia, que se encontró con Zoe y Julia, que trajeron a Pablo, al que a menudo se pegaban los gemelos.
Ay..., los gemelos. Los gemelos me habían tenido loquita durante toda la secundaria, aunque no tanto como a Elena, que se acostó con los dos consecutivamente. A mí me gustaba el gemelo malo, porque el bueno era solo un amigo. Era uno de estos tipos que podrían ser casi feos, con su piel pálida y pecosa y el pelo pelirrojo, pero la genética jugaba a su favor: era alto, no muy musculoso pero bien torneado, y tenía los ojos más verdes del planeta. Alberto y su morbo interminable. Con una sonrisa podía no hacerte mojar las bragas, sino romper aguas. Y, por supuesto, se ha tirado a la mitad del Aljarafe, ergo era idiota perdido.
Debes entender que la última vez que los vi, tenía 15 años y la gracia de un moco viscoso y colgón, así que los dos estaban sorprendidos por lo bien que me había sentado la edad adulta. Tomás me abrazó con cariño, como siempre, pero Alberto, que normalmente me habría dado dos besos, estaba embobado (y yo muy pagada de mí misma, oiga). Sin embargo, cuando me atrajo hacia su cuerpo y me abrazó tan... cerca... me sentí incómoda. Me dijo que olía bien, que mi perfume era lo único que no había cambiado (mentira, pasé de Chic&Sexy a Lady Rebel) y yo quise reírme en su cara.
Aquel día, había un evento o algo así en el Aromas, con un tipo cachas ligerito de ropa que atraía a muchachas a mansalva. Recuerdo que alguien estaba hablando de eso, y yo, que estaba distraída fingiendo que ignoraba a Alberto, dije algo así como que no le veía el interés.
- ¿Cómo que no?
- ¿Un muchacho medio desnudo pasando frío? No tomaría yo un desvío para ver eso, la verdad...
- Pero no dirás que no te gusta.
Yo le miré arqueando las cejas.
- Lo digo y lo mantengo. No me gustan los chicos así, además, es cosificación.
Se rió de mí, cosa que me molestó, así que apuré mi cerveza con la intención de marcharme. Se estaba haciendo tarde, de todas maneras, y yo tenía planes para el día siguiente. Me levanté y repartí besos y despedidas.
- ¿Te vas?
- Sí, mañana he quedado.
Y Ana, bendita Ana, hizo aquel comentario por el que le estaré agradecida toda mi vida:
- Con Ale, ¿no? A follar hasta que te ponga los ojos del revés.
Me reí.
- O hasta que me parta en dos, lo que pase antes.

Habré leído muchos poemas, pero ninguno como su cara.

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