sábado, 25 de julio de 2015

Doyle

La gente que no tiene nada por lo que preocuparse vive más feliz.
Es por eso que el romance es malo para mí. A pesar de que me fascina, también me produce desasosiego, y una extraña tristeza; y lo peor es que últimamente está allá donde mire.
Es por eso que esta tarde, una vez hube terminado el capítulo de Pretty Little Liars que daba inicio a la quinta temporada, no pude evitar cerrar el ordenador con una cierta y estúpida desesperación. Pero yo, que soy una muchacha inteligente, siempre tengo la respuesta a esta clase de cuestiones. Mantente ocupada...
Ya tenía el bikini puesto, tan solo necesitaba salir fuera. Puse Debussy en los altavoces y escuché las primeras notas mientras me ajustaba las gafas de natación.
Cien largos más tarde, mis músculos estaban cansados, pero yo me sentía genial. Y lo mejor es que no había pensado en nada en absoluto, aparte de Claro de Luna (versión 58 minutos seguidos) y el contaje de mis largos.
Después, como no hago ejercicio para adelgazar, pude abrirme una Desperados sin remordimientos y sentarme en el césped a leer a Conan Doyle (el motivo de que mi narrativa se vea influenciada por el clasicismo en tantos y tan retóricos aspectos), bebiendo lentamente hasta que oscureció. Cuando la noche se cernía sobre las páginas leves y amarillentas, entré en la , cocina botellín vacío en mano y vertí restos de macarrones, tomate frito de bote y queso de gratinar en una olla. Cuando quedó una mezcla hebrosa, oliendo a mi hermana y a infancia, lo puse todo en un plato y espolvoreé Grana Padano por encima. Cogí una botella de agua del frigorífico, que soy una chica sana (risa sardónica de fondo) y me lo comí todo mientras veía Orgullo y Prejuicio, mi película romántica favorita desde siempre, porque al fin y al cabo yo soy yo... (y amo los paréntesis)

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