viernes, 1 de mayo de 2015

Fresas.

Mi piel es como la superficie de una fresa.
Mientras que mi rostro se mantiene sonrojado y salpicado de pecas en las mejillas, la realidad es otra mucho menos inocente y adorable en el resto de mi cuerpo. Mis brazos, espalda y piernas (desde las nalgas hasta los tobillos) son una enorme extensión de piel rosada y salpicada de... dermatitis.
Puede parecer una tontería, pero los picores son horribles. En algunos momentos (como ahora) la tentación es horrible, y por ello estoy viendo cómo brota una diminuta gota de sangre y se mantiene sobre esa herida tantas veces abierta, cerca de mi muñeca. Es demasiado pequeña para rodar, permanece ahí, formando una rígida cúpula de sangre seca hasta que la tentación vuelva a vencer.
Tengo las uñas llenas de sangre, y continuamente mancho mi ropa, o las sábanas. De noche la inconsciencia no me permite detener a mis manos, que viajan por esa piel rosa y granulada hasta encontrar alguna postillita; o simplemente arañando violentamente la superficie para calmar el picor.
Hace sol, es primavera. En días como hoy, el sol brilla, el tiempo es cálido y hermoso. No me importa que mi nariz moquee, o ahogarme solo al subir las escaleras, o que me escuezan los ojos. No me importaría si el sudor dejase de irritar las heridas, si pudiera arrancarme la piel, si esto cambiase de algún modo. En días tan hermosos como hoy, ni las pastillas, ni los geles ni las cremas consiguen aliviar ese hormigueo constante que sube por mi cuerpo como una constante hilera de hormigas.
En invierno, mi piel está seca, pero quieta. Es un descanso, y el sol no quema tanto.
En invierno nieva sobre el campo de fresas, y por un momento es una superficie casposa, rígida y blanquecina.

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