domingo, 17 de febrero de 2013

Differences.

Había todo tipo de reacciones a la presencia de Helena. Los estudiantes más jóvenes la miraban con miedo, los mayores con desdén. Algunos solo con asco. Y siempre había algún curioso.
Ella, indiferente, mantenía la vista fija al frente, buscando, esperando algo. El hecho de que todos la juzgasen sin saber le revolvía el estómago. Nadie sabía ver más allá de su ropa negra, sus pulseras, cruces y cadenas.El maquillaje oscuro endurecía mucho sus facciones juveniles, cada mechón de su oscuro y corto cabello señalaba en una dirección distinta. Ella tampoco invitaba a la cercanía, de brazos cruzados, apoyada contra la puerta doble del instituto. A pesar de todo, su rostro redondeado, sus mejillas rojizas y esa mirada huidiza que la caracterizaba hacían pensar a uno que ella era inofensiva y tímida.
Una moto negra, grande y brillante se detuvo con un fuerte rugido frente a ella. La joven levantó la mirada y echó a andar hacia el imponente vehículo. Se sentó detrás y se abrazó a la cazadora de gastado cuero negro del conductor, que le pasó su propio casco, revelando una larga cabellera teñida de rojo y azul. Helena se lo puso sin rechistar y él arrancó.
Siempre le había gustado la sensación de libertad de montar en moto. Esa ingravidez, el cosquilleo, su potente rugido.
Pasado un rato, ella llamó su atención con un toquecito.
-¡Para aquí!.- gritó para hacerse oír.
El chico asintió y se aproximó a la acera, frente a un edificio de piedra y madera de aspecto decrépito.
Helena se bajó de la ronroneante moto y le devolvió el casco a su acompañante.
-Gracias por traerme, Miky.
-Nada, peque. ¿Este viernes te vienes con nosotros?
-Ya veré.-repuso ella evasivamente.
-Sue va a llevar su cachimba. Yo voy a comprar el lote con Sico.
-Voy, pero de gratis.
Helena casi sintió pereza, aunque lo cierto es que, de no ser por sus reuniones nocturnas de los fines de semana, estaría totalmente desconectada de la comunidad Heavy.
Miky rodeó su cintura con un brazo y la atrajo hacia sí, besando sus labios con ternura unos instantes. Fue Helena quien se separó de él, y sin más palabras, se internó en el edificio.
Un silencio sepulcral se instalaba entre las estanterías de oscura caoba. Al aproximarse al mostrador de la librería, Helena sintió miradas de reproches en el silencio tenso. Ni el susurro de las hojas de los libros al pasarse se escuchaba tras su entrada.
-Buenas tardes, Helena
El bibliotecario, un ancianito de mirada amable, era una de las pocas personas de aquel sucio mundo que no trataba a la joven como si fuera una bomba a punto de estallar.
-Hola, señor Burnlight.
-¿Has acabado ya con la obra de Wilkie Collins?
La chica extrajo un grueso ejemplar de "La Dama de Blanco" de su mochila y se lo ofreció.
-Maravillosa como poco-sentenció Helena con una mirada de cariño.-¿Qué me aconsejas hoy? Busco algo de Jane Austen.
El hombre rebuscó en los archivos y desapareció entre unos estantes. Regresó unos minutos después, quitando el polvo con mimo de un tomo de Mansfiedl Park.
-Perfecto.
Helena le dedicó una de sus escasas sonrisas al bibliotecario mientras guardaba el libro. Luego se despidió con un gesto y se fue de allí.
Un par de horas más tarde, un autobús dejaba a Helena en Bellavista. El gesto de la chica se ensombreció mientras subía las escaleras de la entrada principal. Todo el mundo la dejaba pasar a donde quiera que fuera aunque se saltase todos los horarios, si no por miedo, al menos por ser la hija del jefe. Ascendió las escaleras de la UCI de dos en dos, se puso unas de las incómodas batas de papel verde y el resto de la parafernalia.
Tocó delicadamente la puerta de cristal del Box número 13. La recibió el silencio. Alrededor de la cama, mucho cableado e instrumentales blancos. Una ventana sellada, un carrito con gasas, jeringuillas y alcohol y algunas papeleras eran todo el mobiliario de la habitación. Y entre las sábanas, aunque nadie lo diría, una persona. Menuda y encogida, alzó su rostro delgado de piel cetrina al oír el susurro de la puerta al deslizarse. Compuso una débil sonrisa al verla allí y graznó algo que sonaba a su nombre, Helena. La chica sintió el habitual pinchazo de angustia y miedo al tocar sus manos, al sentir sus huesos bajo la piel, tan fría...
El sol escupía su fuego por doquier en el cielo, sus rayos dibujaban extrañas siluetas en las paredes. Sin embargo, las sombras ganaban terreno, ya no era posible adivinar cada mota de polvo en los haces de luz.
-Hoy te he traído un libro de Jane Austen, mamá-musitó Helena con voz dulce.
La mujer cerró los ojos con un suspiro agotado e incrementó la fuerza con que estrechaba los dedos de la chica. En sus blancas manos se adivinaban cardenales de tanto estrechar las de su madre. Helena comenzó la lectura, y la lenta cadencia y el vaivén de su voz llevaron a su madre a un inquiero duermevelas, musitando incoherencias.
Así, en soledad, terminaba otro día más en la vida de Helena.

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