martes, 7 de diciembre de 2021

Su paisaje vivo.

     El sol de diciembre en la piel, calor. Sus manos en mi espalda, cosquilleo. Por la ventana se cuelan el aroma del rocío tardío evaporándose, de la tierra húmeda secándose bajo el Astro Rey y una lejana intuición de madera quemándose en una chimenea. Los aromas de un invierno tan incipiente como inusitadamente feliz.

La habitación parece estar henchida de luz, reluciente. Cegadora. Me obliga a mantener los párpados entornados y teñidos de los colores más bonitos que se pueda imaginar, pero nunca describir. Sé perfectamente cuál es el elemento distintivo de entre los inviernos grises y fríos de mi vida; observo la diferencia viva, respirando y durmiendo a mi lado, desterrando el frío, la soledad, la pena y los fantasmas del dolor y la ira. Observo cómo sus pestañas enredadas entre sí se agitan en un tremor somnoliento, el brillo saludable de sus labios rosados y jugosos, las líneas, surcos, marcas, valles y cuestas de esas facciones tan bellamente esculpidas que amo como un paisaje familiar e idealizado. Como si hubiera pasado la vida admirando esos rasgos, una obra de arte con la que he soñado toda la vida, aun sin saberlo.

Las pestañas se separan en un aleteo despreocupado y vibrante y la habitación se hace añicos a mi alrededor. Ya no existe realidad física o material a la que pueda dirigirme o aferrarme, su conciencia tranquila y sobrecogedoramente profunda lo absorbe todo. Le brillan los ojos. Sonríe, paralizándome el corazón, deteniendo mi respiración, llenando mis venas de su luz. Haciéndome sentir más viva, más suya que nunca.

Y me consumen las llamas de la piel, el corazón, el cuerpo.

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