Se me dan mal los cambios, siempre lo he dicho. No me gustan, me abruma el miedo.
Y sin embargo, estoy sorprendida (y un poco orgullosa de mí misma) y de mi capacidad de afrontar los vaivenes de la vida con entusiasmo. Empezar una nueva relación - sin haber digerido la anterior -, irme de casa, prometerme e hipotecarme. All went by smoothly, y yo he tenido la suerte de contar con el mejor compañero para este imponente viaje. No ha habido ni dudas ni molestos "¿Y si...?" que considerar durante el camino.
He elegido mi vida y ahora quiero empezar a vivirla.
Sin embargo..., sin embargo, me he dado cuenta a lo largo de las últimas casi tres semanas que los cambios que no involucran mi vida sentimental siguen siendo igual de difíciles de afrontar que siempre. El trabajo, para no acabar la increíble tragedia griega que comenzó a representarse hace tres años, me trae aún por la calle de la amargura. ¿Qué ha sido lo más complicado? bueno, todo, en cierta medida: volver a relacionarme con otras personas, volver a reprimir lo que pienso o lo que siento, acostumbrarme a sistemas nuevos, despedirme de una dinámica cómoda que no me disgustaba tanto por el qué como por el cómo. Quiero volver, no sabría decir cuánto, pero no en las mismas condiciones. Empiezo a pensar que no lo haré. Por mucho que pueda tratar de disfrazar un empleo de estimulante cuando evidentemente no lo era - desde casi el segundo mes, diría yo - sé que caigo en los paradigmas de la idealización. Funciono por comparaciones, qué le voy a hacer. Volvería, sin pensar, con placer, a las noches de videollamada de hace un año, a la primera primavera en nuestro piso, a desayunar juntos, a dormir por las mañanas, a ver películas con él mientras trabajaba en la tarde. Volvería con los ojos cerrados a tener un equipo cómodo y un jefe profesional, productivo, resolutivo e implicado.
Y supongo que eso ha sido lo más complicado. Aceptar el hecho de que me estoy despidiendo de una etapa muy, muy feliz.
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