viernes, 7 de octubre de 2016

5:22 a.m

Me he despertado y no podía respirar. Tenía las sienes mojadas de lágrimas, y también lo estaba mi almohada... Tenía el cuerpo frío, las manos insensibles.
Ha sido un sueño extraordinariamente vívido. En él, estoy en un sitio oscuro. Bueno, quizá esa ni siquiera sea la palabra. La negrura es tal que no distingo el cielo o la tierra, o los límites del horizonte, si es que lo hay. Sí siento la superficie sobre la que me encuentro: un bloque duro, compacto, resbaladizo e inestable. Parece hielo, y está tan frío que quema.
Veo algo, una luz lejana. Siento como que la he oído antes de verla. No es una cosa, es una persona...
En esta dimensión de oscuridad y frío, su cabello dorado y su piel rosada resplandecen como si hubieran colocado un foco sobre él. Su sola presencia me calma. Necesito su calor, y busco sus ojos de caramelo, pero hay algo que va mal, muy mal. ¿Por qué está llorando?
De inmediato sé que es por mi culpa y se me hiela el corazón. Me pongo de pie, sin sentido de arriba y abajo, sin encontrar el norte, el suelo o mis propios pies congelados. Tengo que acercarme, tengo que secarle los ojos; pero como suele ocurrir en esta clase de sueños, no importa cuántas veces eche a correr, aspirando frenéticamente el aire cortante, la distancia no hace más que aumentar. Estoy muy angustiada, muy triste, y tengo miedo.
Unos ojos como esos no deberían llorar jamás. Alguien tan bueno como él no debería conocer la tristeza; no por mi culpa.

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