En el marco de escenarios que rodean esa pesadilla que para mí es tan familiar que ya casi ni asusta (ojalá) se ha colado una imagen nueva, tan remota, que al principio ni siquiera la reconocí como un recuerdo.
Pero ahora no se va. Necesito sacarla, aunque sea a golpe y porrazo de teclado.
Los márgenes están difuminados en blanco. Me veo doblada, con las manos apoyadas en los azulejos blancos del cubículo individual de un baño público, sucio y viejo. Golpes rítmicos, secos y forzados contra mi cadera, dentro de mí. Con cada embestida irradia un calor abrasador, como el de las lágrimas que me arden en los ojos. El dolor es insoportable. Me quejo, me tira del pelo y casi ni lo siento.
Acaba rápido, exactamente igual que la vez anterior; no tanto así las secuelas, o eso pienso ahora. Como aquella primera vez: sangre, lágrimas y semen.
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