Todo estuvo bien al principio. Una habitación enorme, toda iluminada de blanco cegador, dominada por un escenario desolador de equipos viejos y sillas dolorosamente incómodas; e integrada por cuatro gatos que se difuminaban progresivamente en una masa creciente de personajes más que excéntricos según se aproximaba la salida del sol. Una ucraniana xenófoba, un obeso amanerado enamorado de un chino doce años más joven que él con alergia a la ducha. Un gigante color bronce que había perdido a sus hijas tras una ruptura difícil y comía porridge como quien come pipas. Una asiática bajita y aniñada tan dulce como malhablada, un refugiado político de origen nicaragüense con hábito bebedor.
Algunos estuvieron de paso y otros se han quedado hasta el final, pero de todos aprendí algo.
Fue fantástico, a pesar de los altibajos, mientras pude ver sus caras, reír y salir con ellos de vez en cuando, compartiendo cenas, cafés y chicle. Todos con sus historias, sus angustias, sus papeles, sus anécdotas.
Todo se fue al traste cuando nos separaron; las noches dejaron de fluir y comenzaron a convertirse en la piedra de Sísifo. Ya no hubo a quién ayudar con sus consultas, a quién ofrecerle lo que llevara aquel día en el tupper. Solo oscuridad y silencio, hastío, dejadez, irritación, soledad. Quizá las cosas habrían sido diferentes si hubiéramos seguido allí, por muy monótono que sea el trabajo, puede que hubiera tardado más tiempo en llegar al límite y demandar un cambio; pero también es posible que no hubiera conocido al amor de mi vida tal y como son las cosas hoy, mi faro en las noches tristes. Mi esperanza, mi apoyo, mi refugio.
No tiene sentido preguntarse qué habría pasado, son tantas la vertientes posibles que es fácil pensar que cualquier alternativa es mejor a la que tengo ahora en las manos. Por ahora se acaba una etapa, con una mezcla de nostalgia y alivio (y un poco de incertidumbre), y con la esperanza de encontrar algo mejor en la siguiente..., o, por lo menos, más de las cosas buenas de la anterior. Mis vampiros.
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