domingo, 7 de noviembre de 2021

Panic! at my bedroom

     No tengo la suerte de ser una de esas personas a las que el miedo despierta y activa. Se supone que es un mecanismo natural de defensa del cerebro, así que imagino que el mío ha involucionado, porque donde, en teoría, debería poder recoger y procesar información cincuenta veces más deprisa, yo me quedo congelada. Bloqueada. Aquí lo único que va a acelerarse es tu respiración, darling, parece decir mi cuerpo.

Ayer me quedé mirando durante veintidós largos minutos la falda en la que había querido meterme, reventona, morcillosa, abotonada y con su enorme cremallera - obstinadamente abajo en la bragueta - revelando el azul deslavado de las bragas que llevaba debajo. No tengo claro si es por cómo me quedaba la falda o por el hecho de que no pudiera abrochárnela, pero aquellos minutos también fueron terroríficos..., y mi expresión de pasmosa fascinación no reveló en absoluto el derrumbamiento inminente de mi ánimo herido.

La sensación regresó fortalecida esa misma noche por mi tenaz voz mental, que disfruta al recordarme que tengo un aspecto repugnante. Esperaba a mi prometido sentada al borde del colchón cuando mi reflejo en el espejo captó mi atención. Vaya, esta postura hace que me salga una lorza en la espalda. Esa mollita llevaba años sin estar ahí. Forcé la postura, me puse más recta, pero otro rollito de grasa se marcó en una zona diferente y una imagen mental de las tiras del body de encaje que llevaba debajo hundiéndose se me antojó asquerosa. Cuerdas hundidas en sebo rollizo y sudoroso...; de pronto parecía como si esas mismas tiras de satén y tul estuvieran oprimiéndome el pecho. Ya nada me queda como debería, porque soy una cerda que no sabe controlarse, una puta niña chica caprichosa que no es capaz de decir que no a las guarrerías, ni comer a horas normales y en lapsos razonables, ni cuidar su resolución de hacer ejercicio. Funciono con la explosividad descoordinada de una adolescente enrabietada y lo peor es que ni siquiera puedo explicar por qué me asaltan unas ganas de llorar tan terribles cuando me desnudo para el amor de mi vida, por qué me resulta imposible dejarme llevar y disfrutar cuando veo los hoyuelos grasientos de mis muslos rodear su rostro al hundirse entre mis pliegues. Y él me lleva a la luna, que conste, pero yo estoy más pendiente del aspecto que tendría para él si un día le da por mirarme como yo me miro y..., bloqueo.

Llorar a veces ayuda, pero en otras ocasiones, el sentimiento se me estanca en el pecho y ya no hay un Dios que salga de esa mierda, porque no soy capaz de expresarme y me siento de piedra. Total, que me levanté, me moví hacia donde no pudiera ver mi reflejo ni en el espejo ni en el cristal de la ventana y me quité la ropa. Me di prisa y, a pesar de ello, mi marido me cazó desnuda frente a él cuando entró en la habitación y todo lo que yo querría haber hecho era esperarle en la cama, con esos impresionantes tacones de piel, una de las pequeñas y bonitas bragas brasileñas de tul negro que él mismo me regaló y la camisa que se había quitado hacía unos instantes, envuelta en el olor más reconfortante y dulce que existe. No pude, claro está, pero tampoco pude desmigajarme como un bizcocho seco y explicarle que ni siquiera me siento yo misma en esta piel que ya no parece mía; fui sincera, más por su bien que por el mío, y le comenté que me había sentido ridícula - incapaz de seducir, grotesca, incapaz de disfrutar de las cosas que me apetecía hacer - y él me reconfortó sin juzgarme. Por algún motivo es más difícil desnudar el alma que el cuerpo y mi instinto era protegerme en su ropa grande y sin forma, pero no lo hice hasta que no terminé de hablar. Entonces, él me preparó una cena equilibrada y dulce, que saboreé con gusto, y me abrazó durante buena parte de la noche con sus preciosos ojitos enrojecidos de cansancio y angustia hasta que nos dormimos juntos.

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