sábado, 18 de octubre de 2014

Future.

Siempre tuve claras las líneas generales de mi futuro. Tuve claro que iría a la universidad, conseguiría un buen trabajo, me casaría, tendría hijos. Toda mi vida (que no es mucho) me he imaginado viviendo en un chalé adosado como en el que he crecido. Casada con un hombre divertido y trabajador. Cuidando mi casa, cuidando a mi marido, cuidando a mis niños. Me he imaginado como una mujer responsable, trabajadora y ama de casa. Quería casarme muy joven, como mi madre, para alcanzar una cierta estabilidad lo más pronto posible, y llegar a mis cincuenta como ella: con todos mis hijos adultos, relaciones familliares sólidas basadas en la confianza y en pasar tiempo juntos. Viviendo felizmente en mi casa, reformarla con mimo, decorarla con clase, trabajar mucho para darle muchas opciones a mi familia. Que mis hijos estudiaran por lo privado, y tocaran instrumentos, hablaran muchos idiomas o practicasen artes marciales en su tiempo libre. Como yo. Como mis hermanos.
Pero ahora mismo me cuestiono si todos esos grandes y pacíficos planes de futuro son o no resultado de mi educación, y de lo que he visto a mi alrededor; o por el contrario son un deseo mío. Me gusta la tranquilidad del hogar, la monotonía, la familiaridad. Es parte de mi carácter. Y sin embargo, ahora siento un hambre intenso por aprender, experimentar, viajar; y veo mi vida de forma muy distinta. Eso me hace preguntarme hasta qué punto los rasgos que asumía como míos son aprendidos, adquiridos de mi forma de vida actual (ir a clase-comer-estudiar-cenar-libro, y a la cama) o de verdad es eso lo que quiero para mí.
Ahora me veo más a corto plazo. Quiero pensar en mí misma en otro lugar, estudiando coreano en la universidad de letras de Seúl, como una artista chiflada en las calles de Londres, o trabajando para las relaciones internacionales en una multinacional americana. Quiero ir de acá para allá, ver mundo, estudiar, leer y jamás estarme quieta, sin orden, sin concierto, solo siguiendo mi mente.
La parte de mí que es conservadora me mira con expresión escandalizada. ¿Cómo vas a terminar la carrera, enamorarte, casarte y conseguir un trabajo estable si cambias de contienente cada cinco minutos? Y yo, en mi rebeldía adolescente le contesto que eso no es lo que yo quiero, aún no. Quizá en algún momento de mi vida encuentre un lugar hecho para mí, una persona con la que quiera quedarme, la tranquilidad de la monótona rutina. Y ese trocito de mi cerebro me recuerda que tengo un horario que seguir, un calendario. Que mi madre, con mi edad, ya estaba saliendo con mi padre. Y yo saco mi rollo de cinta aislante (de esa plateada tan típica de las ferreterías y tiendas de bricolaje americanas) y amordazo a esa cadena que mantiene mi libertad restringida a unos ideales, inculcados o no, evitando pensar que la vida que estoy eligiendo no es sinónimo de éxito en ninguna parte, solo porque no parece compatible con el hecho de mantener una familia, una casa, niños, un perro, un trabajo, todo eso.
Aunque, al final, no me importa mucho lo que piense la sociedad de mí. No me importa mucho decepcionar. Puede que no sea un éxito, pero al menos puede ser felicidad. Y eso es lo que a mí me interesa.

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