viernes, 10 de abril de 2020

Apocalypse.

Qué día tan bonito, pensé. Era casi una pena que estuviéramos en lo mejor de la mejor de las estaciones del año y no pudiéramos disfrutarlo. Sol, nubes dispersas, un cielo que invitaba a zambullirse en él, tibieza, olor a primavera.
El vacío de las calles, sin embargo, rompía con el ambiente. De alguna manera, resultaba irónico que no lloviera durante la única semana santa en cierto tiempo que la gente no podría salir a disfrutar. No es que a mí me importe ni lo más mínimo, para ser sincera, pero en esta clase de días... una espera encontrarse con las terrazas llenas, la gente paseando, corredores aislados, movimiento, vida.
Si pasas junto a las casas, la oirías, eso sí. Aunque hay ciertas cosas que uno no espera experimentar en la vida - una de ellas, un apocalipsis vírico - el bullir de la vida dentro de las casas y pisos de la ciudad compensa por la silenciosas soledad de las calles vacías. Caminando lentamente, arrastrándome casi por entre los adoquines para aprovechar lo mejor del sol de media tarde, suspiré de nostalgia mientras escuchaba llamadas, conversaciones, música, locutores de radio y grititos infantiles en los patios y jardines de las urbanizaciones vecinas.
Fuera o dentro, seamos sinceros, el ambiente se ha enrarecido. ¿Cuál es la chispa de salir a este exterior yermo, en serio? ¿quién puede disfrutar de una vida coartada, por bonitos que sean los rayos de luz que iluminan la vida incipiente en las copas de los árboles?
La tensión es densa como mantequilla. Casi podría cortarla y untarla en pan.

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