sábado, 30 de diciembre de 2017

Galway.

Entro en un lugar cálido, oloroso a madera y a humo. La oscuridad del sueño poco a poco se despeja, dejándome ver un bar decorado en colores oscuros, tenuemente iluminado por luces amarillentas que penden del techo aquí y allá. Un escenario ocupado únicamente por instrumentos a mi izquierda, una barra de bar con remaches dorados a mi derecha. Suena música, pero no sé cuál.
Camino hacia delante, esperando ver algo más familiar. Hay alguien al otro lado de la barra, paradójicamente secando un vaso de cristal.
- ¿Qué te pongo?
- Una Quilmes, por favor.
En seguida tengo delante un botellín helado de Quilmes, las gotitas de agua resbalando sobre la etiqueta azul camino de la madera pringosa de la barra.
- Gracias
Cuando levanto la vista, ya no hay nadie allí, así que camino por el bar buscando algo conocido. Sé que he estado aquí, pero a la vez no me suena de nada. Sin embargo, me topo con una mesa de billar cerca de la salida, y el déjà vu está a punto de despertarme.
Hay alguien jugando de espaldas a mí, así que me apoyo en una de las mesas redondas para verle mejor. Es un hombre alto, de complexión grande. Se estira sobre el tapete junto a su pinta, muy concentrado en golpear la bola listada suavemente. Esta se desliza limpiamente hacia la tronera de la izquierda.
Mis aplausos entusiasmados interrumpen una nueva canción, "Shine on you crazy diamond", y él se da la vuelta. Ropa oscura, piel muy pálida, una extraña bicromía sacada de épocas de cine mudo y solamente rota por el dorado apagado de los ojos y el cabello.
- ¿Juegas?
Me alarga el taco, sonriendo.
- Juego.

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