martes, 3 de enero de 2012

Reencuentros


Veintiuno de Marzo, equinoccio de primavera. Sentada en el mullido suelo, bajo el relumbrante sol primaveral, la joven irradiaba paz y tranquilidad. Pero cualquiera que la conociese bien, que no eran muchas personas, habrían adivinado el estado de turbación por el que pasaba. La humedad era casi respirable, y el calor no mejoraba ese aspecto. Casi transpiraba. Además, montones de insectos pululaban a su alrededor, poniéndola nerviosa.
Trató de relajarse y de disfrutar de lo temprano de su estación preferida. Recostándose sobre la rugosa e irregular corteza del árbol, abrió su libro, un grueso tomo muy desgastado. Antes de hundirse entre las páginas de una historia que no fuera la suya, no pudo evitar contemplar el paisaje y dejar escapar un suspiro. Las florecillas silvestres sin nombre, simples pero de innegable hermosura, salpicaban cada esquina del reducido claro, en el apogeo de su belleza. La gracia y perfección del lugar era indiscutible. Uno de esos sitios que te empujaba a sentir lacrimosa melancolía.
La muchacha pasó horas tratando de encontrar sentido a las manchas oscuras de tinta que adornaban la hoja pero no se vio capaz de concentrarse. El sol había teñido el cielo de color granate, como si fuera de fuego...o de sangre. Ni una sola nube manchaba la inmaculada perfección del cielo, en toda su vasta extensión.
Ella se detuvo a pensar en el significado de aquella fecha. Su mejor amigo se había marchado a estudiar, voluntariamente, al otro lado del continente, dejándola a ella atrás. Sin importarle lo que ella sentía. Ella, sólo un diminuto, insignificante punto en su vida. Su parte racional lo encontraba normal, él tenía un futuro impresionante por delante. Pero cada día lo echaba de menos. su olor, su sonrisa, sus ojos color caramelo, su forma de hablarle...
De modo que, un año atrás, se había hecho la promesa de no dejar que nadie penetrara sus defensas. Se había vuelto tímida y retraída, siempre en su mundo, contemplando el cielo, soñando que echaba a volar con ellos...
De modo que jamás se planteó, hasta aquella tarde, qué ocurriría si decidía volver, si sus caminos volvían a encontrarse. ¿Qué haría ella? ¿Estaría, su muralla, a prueba de él?
Y contempló, como soñando despierta, al mismo chico sin nombre que se marchara año atrás, avanzando hacia ella con su media sonrisa, y una chispa de cariño en los ojos. Se sintió, una vez más, una menudencia a su lado. Se puso en pie, torpemente, susurrando su nombre, que de pronto parecía la palabra más bella sobre la faz de la tierra. Se acercó a él, lentamente, con rigidez, extendiendo la mano como si se tratara de un espejismo.
Y lamentándose interiormente, porque con aquella sonrisa, aquella mirada él había conseguido asestar un golpe mortal a su muralla.
Él no dudó cuando la abrazó, suspirando el nombre de ella, mientras los hombros de la joven se convulsionaban en un lento sollozo. ÉL la obligó a alzar la cabeza con sonrisa amable y dedos férreos, y lo que vio en sus ojos le asustó. La más absoluta oscuridad se había adueñado de su corazón. Trató de abrazarla, consolarla de algún modo. Pero ella se apartó, temblorosa, y recogió su libro del suelo con dedos trémulos. El silencio de la noche reinaba entre ellos, como una brecha insalvable en el suelo. Ninguno podría pasar al otro lado.
-No eres real-escupió ella con voz temblorosa.-¡deja de perseguirme!
El joven contempló, estupefacto, cómo ella daba media vuelta y echaba a correr, tropezando con sus propios pies.
Jamás olvidaría su cara de cervatillo asustado, porque no volvió a verla jamás.
Ni él ni nadie, vamos.

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