Mármol y madera, madera y mármol. Blanco. Estuco. Los olores de siempre. Los mismos ángulos. Qué cosa tan extraña y tan conocida; es mi casa, pero ya no lo es. Hay cosas distintas allá donde mire, el rastro de migajas de una intrusa que me hace sentir fuera de lugar a mí. Escucho el frío húmero del silencio desde arriba, haciéndose eco a sí mismo. Hacía mucho que no me sentía bien aquí, pero hoy me da la paz que necesito.
Tampoco quiero volver a casa; mi marido está de mal humor. Yo también. Hay muchas cosas por hacer y yo no quiero hacer ninguna. Hacía mucho que no deseaba estar sola tanto como lo deseo hoy, ahora. Las lágrimas burbujean y el enfado quema dentro de mí. Con miedo, con incertidumbre. Por mucho que empuje, no avanzo con la vida.
Ahora las ideaciones suicidas se han vuelto tan comunes que ya no me asustan como solían. Aferro el volante con nudillos blancos y gesto crispado y pienso que en medio segundo podría virar bruscamente y terminar con todo; y aunque fantaseo con ello, temo fracasar y quedarme tullida. No tengo agallas y eso me molesta.
Me invade la nostalgia, quiero escaparme y ver el mar. Podría no tomar la salida 14 y continuar por la A-49 hasta el final..., quiero pasear por las playas desiertas de Isla Canela, ese sitio que es hogar siempre que no me tocan las narices. Echo de menos que el rugido de la marea ahogue el silencio molesto que me zumba en los oídos, y que así no tenga que despegar los labios. Quiero salir corriendo yo sola; pero tan pronto como el pensamiento cruza los horizontes de mi conciencia me doy cuenta de que eso no es posible y me siento prisionera. Luego me digo que allí solo estoy en mi hogar cuando salgo de la casa y que volvería peor de lo que me fui.
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