Cecilia me contó un día que ella había sido muy presumida y le encantaba emperifollarse para salir, pero un poco por etapas. Yo sabía que su delineado negro, grueso y felino y sus labios color frambuesa eran algo así como su sello de identidad, pero no conocía nada de sus fases más alocadas y la revelación me sorprendió. Decía, mientras sorbía delicadamente un té a todas luces demasiado caliente, que una de estas fases de mayor relax estético coincidió con un bache en su relación y su novio le echó en cara que se hubiera dejado llevar con su apariencia. Que echaba de menos a la chica de la que se enamoró.
Ella me habló de una convivencia tranquila y cómoda donde ya no había lugar para los secretos, la euforia, la pasión o las mariposas en el estómago. A ella le gustaba esa serenidad que sentía tan estable y madura, pero echaba de menos la magia.
En aquel momento bajé la mirada, preocupada. Me faltaban apenas siete o diez días para mudarme con mi novio (mientras escribo la palabra no puedo menos que reírme...) y, tras mi ruptura, estaba viviendo una especie de furor tremendo por lo físico. Siempre llevaba maquillajes, adornos, las uñas impecablemente pintadas y el pelo arreglado, cosa no muy habitual en mí; además, mi brusca pérdida de peso me había llevado a asumir más riesgos en mi forma de vestir y ya nunca salía sin tacones. Yo sabía que eventualmente regresaría a mi yo: a la cola de caballo, a la ropa holgada, a las Vans, a mi complexión grande. Me debatía entre el miedo y una tímida seguridad en dos hechos:
a) Él no es tan superficial.
b) En caso de que mi apariencia fuera un factor determinante para la continuidad de la relación, ahí no es.
Por suerte, el tiempo me ha dado la razón
Y aquí estamos, más de año y medio después, instalados en la cómoda y pacífica serenidad de dos personas que se aman con locura, sin tapujos, sin secretos, con una confianza ciega..., y no exenta de mariposas, de nervios, de pasión, de toda la euforia del primer beso.
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