domingo, 16 de octubre de 2022

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     No me sentí más joven la noche del sábado, con la copa en los labios y la cabeza difusa por el alcohol. Al contrario: me sentí más mayor si cabe, más cansada, más anhelante de dormirme temprano y ver amanecer que de imitar a mis amigas, que perreaban, bailaban, y compartían besos hambrientos con sus rolletes. Tenía razón al afirmar que eso ya no me atrae y me sentí aliviada: no es que me sintiera vieja en casa, con Diego; no me sentía vieja en absoluto, en realidad. Solamente necesitaba un respiro, un descanso.

Casi paradójicamente, fui de las que más aguantó despierta. Dormí poco y mal, me sentí sola sin su cuerpo cálido a mi lado, sin el pulso constante y sólido de su corazón bajo mi oído derecho. Finalmente terminé por desvelarme en medio de una madrugada silenciosa y fría como una cuchillada en mi rostro caliente y salí al porche, si es que aquella antesala enlosetada podía considerarse como tal, temerosa de que mis incesantes vueltas en el saco de dormir terminasen por despertar al resto en el dormitorio comunal.

La cachorra de gato calicó se levantó de la silla de plástico donde estaba enroscada y se me acercó ronroneando. No podía tener más de dos meses, aunque parecía un poco más grande entre todo aquel largo pelo tipo pompón; el rostro era dulce y armonioso, el intenso patrón coloreado no se parecía más que vagamente al de mi gata, pero por algún motivo, sus hermosos ojos verdes me recordaron a ella y me hicieron sentir en casa. Era una auténtica beldad que encandiló mi corazón desde el primer vistazo. ¿Dónde estaba su mamá? me pregunté mientras la acariciaba, dormida ya sobre mis piernas. Podía sentir sobre mí los ojos adormilados de los otros cachorros menos amigables de la manada; la gatita se estiró felizmente buscando mi mano y supe que estaba hecha para mí. Era mía como lo era Leia..., ¿o acaso era yo suya?

Es cierto que no me gustan demasiado los animales, pero cuando ocurre esa conexión mágica, son más familia de lo que cabría esperar. Ocurrió por primera vez con Matcha, a quien siento mío, aunque esté a decenas de miles de kilómetros de mí. Ocurrió con Leia, que me robó el sentido con sus ojitos ciegos y su pelito despeluchao con apenas seis semanas de vida. Ha ocurrido con Padme, a quien acariciaba y abrazaba contra mi pecho mientras un amanecer tardío pintaba acuarelas en el cielo de otoño.

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