sábado, 13 de agosto de 2022

Sacadme de aquí.

La mujer de la cama de al lado se muere ante mis ojos, y sus hijas no la soportan. Sus quejas, al ritmo de sus expiraciones, hacen eco en el pecho deformado por las fracturas. Tiene 85 años, se está ahogando bajo mi mirada, bajo la impotencia y la irritación de su propia familia. Se pone azul y rígida por momentos. La saturación cae en el monitor.
A ratos parece que intentan llorar y a ratos parece que tratan de no hacerlo. No lo comprendo. Esto debería ser íntimo, pero siento que las estoy violando con mis miradas de reojo y mi oído involuntario.
No sé cuántas veces he recorrido las siete baldosas y media del ancho del pasillo en los últimos 4500 segundos, pero lo suficiente como para memorizar el patrón del linóleo. Huele a heces, a comida precocinada, a senectud, a medicamentos amargos, a sudor... Y ahora vuelve a oler a muerte. Se me revuelve el estómago; al respirar se me pega la mascarilla sudada a los labios.
Qué asco.
Es como estar en una novela de Millás.
Suplico egoístamente que muera ya, que se calle, que descanse... Y que deje descansar. A su gente, a la mía. A mí también, qué coño. Soy lo peor.

Ojalá mi madre no muera en este sitio. Hace dos días parecía una opción muy real, pero..., ojalá que muera en su cama, en su casa, abrazada por las personas que la quieren. Ojalá poder decirle que la quiero todos los días, y también en ese momento, para que se vaya con amor, con humanidad.

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