jueves, 18 de abril de 2019

Layers

Dentro de mis tareas en la empresa se encuentra la de asignar expedientes. Básicamente, consiste en leer reclamaciones, rellenar los campos para cumplimentar los casos y asignarlos a la cola de gestión correspondiente. Es una tarea sencilla y mecánica..., y por ello bastante tediosa. Especialmente cuando tu ordenador es de hace casi veinte años y echa humo solo con iniciarse.
Abrí un expediente en blanco y pulsé la ruecedilla del ratón con hastío para bajar por la pantalla. Un cliente vago y con mala caligrafía había rellenado escasamente y mal la hoja, lo que conllevaba un montón de búsqueda, una tarea que puedo desarrollar sin pensar demasiado. Mi imaginación tendía a desplegarse y volar y, en este caso, se ubicó bastante cerca de la novela cutre que estaba leyendo. Mientras revisaba los datos de facturación de Mr. Vago, me puse a pensar en por qué Benavent describe siempre unas relaciones sexuales tan explícitas y explosivas. Ella siempre deja claro que el sexo solo es así de especial y maravilloso cuando te enamoras (creé una ficha de cliente nueva para Mr. Vago y la adjunté al expediente), cosa que no es necesariamente cierta. Vale, admito que el sexo es mejor con complicidad (tecleé perezosamente el número de billete y localicé el PNR de Amadeus) por la simple razón de conocerse mejor, pero hay gente especialmente buena en la cama sin sentimientos de por medio y amantes pésimos a los que había querido con todo mi corazón; o eso pensaba yo hasta que quise a alguien de verdad.
Cuando abría el caso hijo para repetir todo el proceso, una vocecilla impertinente me recordó en la cabeza que yo nunca había disfrutado tanto ni recreado el sexo con nadie hasta que me enamoré (guardé los cambios, envié el expediente a la cola de SyR Gestión Pasaje y marqué la tarea como terminada en el gestor de ThinkConnect. Inmediatamente me salió otro expediente vacío), razonamiento que me recordó irremediablemente al encuentro de esa misma mañana. No empezó de la forma más romántica del mundo, sino de manera más bien pragmática y con un calentón de narices, para más señas. Recordé sus besos siempre húmedos, apresurados, profundos (cargué la ficha de cliente e introduje los datos de su tarjeta de Iberia Plus), recordé la sensación más maravillosa del mundo, la de su pecho pegado a mi espalda (volqué los datos en el contacto y tipifiqué la incidencia), su mano agarrando mi pecho, sus dientes en mi hombro (escribí el comentario con la descripción del caso y la instrucción de pedir más datos al cliente por falta de información), el vaivén lento y enloquecedor de sus caderas, el latigazo de placer en el bajo vientre cada vez que se enterraba despacito en mí y, finalmente, el gemido ronco que exhaló al correrse en mi espalda. Él raras veces hacía ruido y aquello me puso como una moto (No tenía por qué, pero me entretuve en buscar el PIR en WorldTracer con todos los parámetros que conocía) y me invadió una sensación cálida, agradable, un estremecimiento sin palabras en el pecho. Lo mejor del sexo, al fin y al cabo, no era la habilidad del amante, sino esa sensación que me invadía durante y después y que acababa de descubrir hacía apenas tres años. Es una complicidad especial, y solo me hacía querer tenerlo más cerca de mí, lo más pegado del mundo (cerré WorldTracer, desilusionada. Entonces se me ocurrió que podía ser un caso PDI y volví a empezar el rastreo, esta vez en Resiber) y hacerlo despacito, hacerlo durar. Así las sensaciones eran más intensas, podía sentir cada centímetro llenándome, marcándome a fuego donde no había llegado nadie.
A mi alrededor, un remolino de gente señalaba la mancha de agua que la gotera del aire acondicionado estaba produciendo en la fila de delante. Alguien vino a preguntarme si los DNB se pagaban por formulario o por SEPA, contesté entre dientes y casi sin pensarlo. Me enfadé un poco: todo aquello estaba en el VISIO, pero yo también soy un poco manual con patas. Por dentro, en realidad, estaba debatiéndome entre la sensación de tener los pezones como hormigón armado y una naciente humedad entre las piernas, y un suspiro atascado en la garganta. Dios, cómo le echaba de menos. Estaba colgada como una maldita adolescente, como nunca antes, ni siquiera cuando empezamos. Como la gotera, él había calado lentamente, capa a capa. 

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