lunes, 23 de abril de 2018

Tanzanita.

Me gusta este tiempo suave, que hueve a tibieza a lo largo de la tarde, cuando el largo día muere y los cielos pasan de ser cristalinos ópalos azules a vaquero deslavado y cuarzo celestón. Echaba de menos esta suerte de primavera, un amago de entretiempo que no había visto en años, tan solo la brusca transición del aire cortante a la asfixia del calor seco y el aire ondulante en el horizonte. Echaba de menos oler la tierra húmeda, ver algún relámpago surcando el firmamento como un selfie de un Dios que no sabe muy bien cómo usar la tecnología y se hace las fotografías con la cámara de atrás y el flash puesto, cegándose a sí mismo y enfadado de salir siempre con los ojos cerrados.

Y a todo esto, echaba de menos viajar con amigos. Me ha enamorado Lisboa, el corazón de Portugal, mucho menos turístico de lo que me esperaba; un pueblo profundo, de casas bajas, geométricas y coloridas incrustadas en colinas y valles. Una ciudad de cuestas, escaleras infinitas y adoquines, para que contemples su magnificencia sin aliento desde cada esquina, perdido en cada patrón de los hermosos y famosos azulejos que decoran las fachadas de las casas. Una ciudad llena de plazas, teatros, estatuas, obeliscos, con cierto aire marítimo a pesar de la presencia de ese río que la recorre y acompaña, tranvías de colores, ancianos amables y los olores de la buena comida y el vino.
Echaba de menos viajar con amigos por la ciudad más romántica que se me ocurre, bajo ese cielo amplio, oliendo la tibieza de la primavera.

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