Cuando crees que ya no puedes caer más bajo ni sentirte peor, empiezas a verte morir. El dolor de la piel ya no constituye ningún alivio, y entonces empiezas a aferrarte fuerte al volante cuando conduces, con tal de no buscar un apagón rápido.
Pensé que eso era lo peor, pero el pánico real llegó cuando empecé a sentir que el suicidio me persigue como un destino ineludible que solo puedo retrasar hasta que ya no me queden fuerzas. La depresión me roba las ganas de luchar y las pastillas empujan contra esa marea oscura con tenacidad.
Es una guerra de desgaste que no gana nadie.
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