martes, 7 de agosto de 2018

Matando a mis demonios.

Quizá sea porque conservo este recuerdo con especial ternura que aparece en mi mente teñido de las más dulces circunstancias: la luz dorada de una tarde moribunda y perezosa, la calidez incipiente de una primavera breve, tardia, como es tipico donde nosotros vivimos. Ignoro si fue así como ocurrió o si lo he adornado en mi mente, pero la cuestión es que me recuerdo tumbada entre las sabanas revueltas de tu cama grande, arrancadas las bajeras de las esquinas del colchón al que, con uñas y dientes, aún se aferran. Habiendo volado la ropa sin miramientos, y habiendo hecho eso a lo que yo estaba acostumbrada y que nada de inusual tenía, estábamos intentando recuperar el resuello cuando extendiste la mano sobre mí y vi que ibas a tocar mi vientre. Un miedo antiguo y visceral se revolvió por mi pecho y tuve que tragar saliva para deshacer el nudo de mi garganta, pero tú acariciaste con delicadeza la superficie lisa y blanda de mi piel, con cariño y suavidad, y después te inclinaste sobre mí para besar mis estrías blancas y la cicatriz rugosa y extraviada que convive con ellas. Abrazando, aceptando lo más feo y oscuro de mí. Mi obsesión, mi locura.

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