Me da miedo la noche.
Intento no enfrentarme a esa aterradora verdad mientras mis ojos recorren ansiosos la oscuridad del dormitorio. Anoche dormí a cabezadas, cada vez que cerraba los ojos, un nuevo horror para perseguirme. Atrapada en el duermevela, no puedo forzar mis ojos a abrirse de nuevo, y percibo cómo la negrura de la pesadilla se abate sobre mí.
Siento el corazón en la boca y me esfuerzo por tragármelo de nuevo. Con mi respiración, se acelera su latido, y siento un breve pinchazo de protesta en mis sienes. Dios, estas jaquecas son terribles. Respiro hondo, fuerzo a mis pulmones a calmarse, mi cuerpo palpita en tensión.
Trato de pensar en un lugar feliz, y recuerdo vagamente el escenario florido, de colores pastel, que soñé no hace mucho; estaba tumbada, con la cabeza en el regazo de Ale, que mecía una cereza delante de mí, haciéndola girar por el tallo. Yo me alzaba, riendo, tratando de pescar la fruta con los dientes. Pronto, otras imágenes de Ale pasan por mi cabeza y mi ritmo cardíaco aletea de nuevo, mi cuerpo se contrae de forma muy distinta y se me seca la boca. No, esto no va a funcionar.
Suspiro y me siento en la cama. Mi camiseta huele a tabaco y arrugo la nariz, asqueada, antes de sacármela por la cabeza de un solo movimiento fluido. Mi pecho se yergue ante el aire frío de la habitación, mi piel erizada.
Fuera llueve en forma de pegotes oscuros, el cielo se ilumina intermitentemente. Esto no es lo que yo quería...
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