Me miro al espejo como si la persona que está ahí reflejada no fuera yo. Quiero escribir que estoy en uno de esos raros momentos de mi vida en que me odio, me odio de pies a cabeza, pero realmente no son raros para nada. Incluso esas cosas que normalmente suponen un consuelo, como mis pecas, mis ojos, mi cabello bonito o mis manos largas y elegantes parecen defectos bajo estos ojos distorsionados míos.
En situaciones como esta, solo quiero llorar y escupirme. Me pregunto quién podrá quererme en este cuerpo. Me pregunto si Ale me querría de tener más donde escoger. Me pregunto por qué el resto de las personas no me dicen la verdad cuando me miran.
Esbozo una sonrisa fingida, exhibiendo mi hermosa sonrisa de ortodoncia, pero tomo nota del color oscuro de mis huesos, los labios finos y redondos, y un rictus triste reemplaza a mi sonrisa fría en el espejo.
Cada centímetro de mí parece deplorable. El cabello, crispado por el maltrato de los tintes y el calor. Mi rostro abrupto, mi mandíbula pronunciada, mis ojos pequeños, el bultito en el puente de mi nariz, mi escaso pómulo. Odio mi cuerpo grande y fuerte, mi piel áspera y dermatitosa, mi cintura ancha, mi pecho bajo y flojo, las grandes aureolas rosadas, mis pies anchos, mi culo plano, mis caderas estrechas, mis piernas juntas. Odiaba estar más gorda de lo que estoy, y ahora odio las largas estrías de colores diversos -del morado al blanco, pasando por el rosa y el tostado- que cruzan como cicatrices mi estómago, mis muslos, mi espalda, mis brazos, mi pecho. Odio mi palidez rosada en invierno, y este moreno amarillento de verano. Odio mis huesos grandes y los depósitos de tejido adiposo asentados al azar en lugares extraños. Odio mis mejillas rubicundas y mi rubor de muñeca pepona.
Así que le pongo mala cara a esa imagen con la que tengo que vivir y, con un suspiro, le doy la espalda para meterme en la ducha.
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