Está frío.
Él no se mueve. Está frío e inmóvil.
Y yo sólo puedo mirar, con los ojos desorbitados. Paralizada. Una voz que no parece mía se pregunta por qué.
-Tú lo has matado- Susurra una voz en mi mente.
No.
¿O sí?
Es demasiado tarde.
¿Hundí yo el puñal en su pecho? Mi herida fue mortal. Me fui.
-Sí-Ronronea la voz-Tú lo has matado.
¿Cómo voy a matarlo, si yo lo quería?
No hay notas, Ni despedida formal, ni siquiera un adiós. Ni tan solo una triste mentira.
Me acerco a él. Mis pasos resuenan en el vacío. La negrura también es gélida, me envuelve como una neblina. Se adhiere a mi pelo, mi piel...
Le toco. Su piel es de porcelana. Es húmeda, como si fuera una serpiente.
Siseos. Mi mente deja escapar tenues murmullos. Yo le he matado. Enervante.
Su rostro se vuelve hacia mí, lánguido, lentamente. Sus ojos negros me devuelven una mirada vacía. Y su sangre sigue derramándose sobre mis manos, mientras la sombra inerte del que fue un motivo para seguir viviendo hurta los ojos a mi mirada.
Son mis manos las que están mancharas de sangre, sangre fría de serpiente.
En aquella negrura, sólo se oían dos cosas. Los siseos y mis alaridos.
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